Barking

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Estaba prohibido tener perros en el campo de concentración, pero cada día, al amanecer, abría la ventana y ladraba como un perro. Desde el otro extremo del campamento, otro recluso le respondía. Pasaban así, ladrándose, quizás uno o dos minutos, y luego comenzaba su jornada, se vestía y bajaba a la calle para el recuento. Había llegado a la Isla de Man varios meses antes. En Alemania era perseguido como artista degenerado, y en Oslo (adonde huyó en primer lugar, junto con su hijo Ernst) se le miraba con recelo. Cuando los nazis invadieron Noruega volvió a huir, en barco esta vez, atropelladamente, dando vueltas por el Mar del Norte hasta llegar a Escocia, donde se le consideró, como a todo ciudadano alemán en suelo británico, sospechoso de espionaje. En el campo de concentración había montones de alemanes, muchos de ellos artistas como él, aunque ninguno era dadaísta y aún menos una figura central del arte europeo de vanguardia. Organizaban veladas y precarias exposiciones. Raramente hablaban en alemán: sufrían una ligera vergüenza de su propio país y de su idioma. Llegaron a usar sus propias cejas para fabricar pinceles. Desarmaron un viejo piano y aprovecharon las piezas para esculpirlas o como armazón para esculturas. Imprimían un pequeño periódico. Nuestro amigo imploraba, en sucesivas cartas, que le dejaran salir de allí; el resto de internos eran paulatinamente liberados, y él permanecía allí semana tras semana. Había dejado su adorada Merzbau en Hannover. En 1944, ya libre, supo por carta que su mujer, Helma, había muerto en Alemania de un cáncer de pulmón, y que la Merzbau había quedado totalmente destruida en un bombardeo aliado: sufrió una congestión que le mantuvo en cama varios días. En Londres, bajo las bombas, recolectaba cualquier cosa que pudiera utilizar para sus collages y ensamblajes: maderas, llantas, billetes de autobús, yeso, impresos publicitarios, clavos, juguetes rotos. Denodadamente intentó, una y otra vez, hasta su muerte en 1947, elaborar una nueva Merzbau. En su habitación del campo de concentración de la Isla de Man lo había intentado usando los restos de las gachas que les daban para comer. Aquello olía mal y atraía a los ratones, pero no había otra cosa. Cada mañana salía a la ventana y ladraba.

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