Eureka

Eureka wEntonces tomé el librito de la mano del ángel, y lo comí; y era dulce en mi boca
como la miel, pero cuando lo hube comido, amargó mi vientre.
Apocalipsis 10:10

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De chaqué impecable, Edgar se pone unas gotas de láudano detrás de las orejas y se dispone a viajar al océano antártico a bordo de su propio escritorio, bateau ivre.

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The narrative of Arthur Gordon Pym (1838) es solo un puerto de paso en la singladura que arranca con el Libro de Jonás, que continúa con El libro de los naufragios (1542) de Cabeza de Vaca, que prosigue con Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), con Moby Dick (1851), con La Esfinge de los Hielos (1897), y que atrozmente desemboca en esa bravata mortal del Imperio Británico por mediación de un triste soldado de buena familia apellidado Scott.

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Líneas invisibles, paralelos que convergen hasta entrecruzarse y volver a subir, o a bajar, como una red o como una jaula que contiene todo el orbe a excepción de ese espacio en blanco, esa especie de agujero de calcetín por el que, durante siglos, el Polo Sur escapó a todas las tentativas.

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Ahora la Antártida inexorablemente se transforma en Atlántida. Pronto será resto de fotografías y de la memoria. Puro fantasma.

Troceada en cuñas como una gran tarta blanca en la que unos buscan petróleo o gas, otros especies, y otros tan solo números, datos. La cornucopia helada se pudre como un trozo de carne bajo el sol de mediodía, cubierto de moscas. Vivimos el naufragio del Medusa. Pero hace mucho tiempo, en el siglo XIX, lo que los polos brindaron fue una sustancia rara y sutil que en la literatura alimentó lo imposible y lo sublime.

El cachalote que Ajab perseguía también era enorme y blanco como un iceberg.

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Lo patético y lo excesivo se hacen dueños de esos jóvenes siempre airados contra el siglo. Se llevan una mano al pecho. Se mesan los cabellos. Uno realmente no sabe si reír o llorar con ellos. Yo suelo reír.

Ese mismo año de 1838, al otro lado del Atlántico, en Europa, Schumann compone Kreisleriana. El músico apenas está comenzando el descenso del río de su propia locura, y lo hace a bordo de su piano.

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El término opio deriva del griego ópion que significa «jugo». Otros nombres del opio son o-fu-jung (veneno negro en chino), ahiphema en hindi o schemeteriak en persa. En inglés también se conoce con el acrónimo GOM (God’s Own Medicine: «la propia medicina de Dios»). (Wikipedia)

El jugo de la adormidera es lechoso y blanco como las aguas sobre las que Arthur Gordon Pym navega, justo antes del fin.

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Matte non we pa pa si es la única frase articulada que Arthur Gordon Pym oye decir a los salvajes de esa Antártida negra y tropical por la que se adentran. Cortázar apunta con sorna que, aún en tan breve espacio, la frase «está formada por una mezcla de hebreo, latín, inglés e italiano, lo que en labios de un salvaje tiene un mérito considerable». No carece de lógica que allí donde los meridianos convergen, la lengua sea un fruto raro y babélico. Quizás ese salvaje de Poe es aquel lector ideal que Joyce deseó para su Finnegan´s Wake.

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Ya se trate de Un descenso al Maelmström, del océano fantasmal del Manuscrito encontrado en una botella, o del telón blanco que abruptamente cierra la Narración de Arthur Gordon Pym, lo cierto es que Poe vuelve una y otra vez a esos lugares aparentemente bien localizados en la geografía. Encarnan la pesadilla donde la razón no alcanza a penetrar. Vórtices, paisajes concéntricos tan necesarios para una improbable revelación como para una —esta sí segura— aniquilación. Son como sumideros que arrastran y que lo engullen todo. Una especie de Divina comedia invertida. Y mientras el narrador se mantiene a la distancia adecuada, los relatos fulguran, no hay duda, ante el lector. La pesadilla, la mera fantasía y desvarío no valen de por sí absolutamente nada, pero son navíos poderosos si los comanda Cervantes, Goethe, Poe, o Rimbaud.

Edgar es, antes que nada, un muchacho huérfano y desgraciado. Espécimen notable del sueño americano, se yergue luego como hombre de genio, pero tuvo siempre un gran agujero de calcetín en el corazón. Él mismo era un sumidero de sustancias fatales que, si bien durante unos años acrecientan sus facultades, acabarán luego por doblegar su talento. Cuando la literatura, ya completamente abotargada, le abandona, Poe se desliza raudo por el agujero. Es justo entonces cuando cae hacia los territorios infinitos de Eureka (1848).

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¿A quién le importa la literatura? Sus relatos van a fascinar a un puñado de poetas parisinos, entre ellos un tal Baudelaire, un tal Mallarmé y un tal André Breton. El prestigio literario de Poe está manufacturado en Francia, pero esa fortuna francesa llega tarde y está lejos, muy lejos. En vida Poe no conoce más que el fracaso. El relato de sus desgracias, el relato de su orfandad sobre la tierra, de sus pataleos y de sus rabietas, eso lo conocemos bien, pero es algo menos lo que sabemos sobre el hecho de que, a finales de 1847, durante un periodo de apenas dos semanas, súbitamente iluminado por una revelación cósmica, Edgar Allan Poe escribe y da a la imprenta Eureka. La obra prácticamente carece de todo interés literario, y aunque Poe ingenuamente pretendía imprimir un giro coperniquiano a la Ciencia, la obra carece, también, de cualquier interés científico. Eureka es el galimatías paracientífico y verboso de un hombre acabado. Ese incendio mental, esa luz devastadora de la que proviene Eureka, esa perfecta catástrofe en la que el láudano cae del cielo a raudales y arrastra todo a su paso, ése es el verdadero naufragio, el definitivo. Ése y no otro es el gran cuento de terror. Convencido de estar alumbrando un documento profético, Poe vive para ver publicadas las escasas quinientas copias que logra regatear al atónito y desconfiado impresor, aunque a él le hubiera gustado que fueran al menos cincuenta mil.

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Todo ejercicio de ficción se sostiene sobre eso que llaman suspension of disbelief: un baile tanto más intenso cuanto más cerrada es la distancia entre la mentira del autor y la credulidad del lector. Cuando Poe escribe cualquiera de sus cuentos tiene un pie del lado de la ficción y el otro en la realidad. De hecho, a menudo juega con ventaja en torno a esos límites. Incluso un relato abiertamente fantasioso como The narrative of Arthur Gordon Pym (1838) se sustenta sobre una amplia labor de documentación en torno a las noticias de naufragios y los informes de las entonces incipientes expediciones polares. Pero cuando Poe, alcoholizado y anímicamente deshecho tras la muerte de Virginia y el rechazo de sus amantes, acomete la redacción de Eureka, decide colocar ambos pies del lado de la Ciencia. Es una decisión fatal. Poe mira sus pies y los pone —piensa convencido— del lado de la realidad o de la verdad. No sabe que está situando ambos pies justo del otro lado, en el vacío. Si Eureka no es, como su autor declara, un poema, ni es tampoco una obra de ficción, menos aún estamos ante una obra científica. Es el más completo desvarío, pero un desvarío blandido por su autor como una revelación.

Ocurre que, acorralado una vez más por el desastre, Edgar regresa a la casa de María Clemm, la madre de su mujer ya difunta. Su desorientación no es mayor de la habitual en él, pero ahora además está enfermo. Los estragos del alcohol son evidentes. Una noche, durante su paseo de costumbre, observa embelesado el cielo estrellado. Luego comienza a escuchar la música de las esferas. Vive Dios que la oye. Y cómo se va a quedar él con eso dentro, así que decide transcribir la melodía. Sobre todo se dice a sí mismo: este cuento es para mí. Lo que se produce es una irreparable suspension of disbelief en el interior de su mente. Nadie, nadie en el universo está más necesitado de alimento y de consuelo que Edgar, de modo que, como San Juan en Patmos, toma el librito y lo come. Comulga con su propio relato. Es una música que le deslumbra hasta la ceguera mientras la transcribe.

De este cambio de posición se deriva, de inmediato, un divorcio con sus lectores, que no comprenderán ni una sola línea de Eureka. El texto no tiene efecto, nadie le hace ningún caso. Poe encoleriza y trata de divulgar la obra por sus propios medios, da conferencias, escribe furibundas cartas en la prensa reclamando la genialidad para Eureka, pero no hace ya sino bailar con su propia locura hasta el precipicio, que está ya muy cerca.

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No es que Baudelaire admirara la obra de Poe, es que estaba completamente obsesionado con ella. Tradujo muchos de sus cuentos y les dió difusión hasta donde su poder de influencia pudo alcanzar pero, ante todo, pensaba que el americano era una especie de alma gemela. Afirmaba que Poe había materializado en sus obras todo lo que él no había logrado. Y dicen que cuando tenía noticia de la llegada de cualquier americano a París, corría a preguntarle sobre su escritor preferido. En una ocasión tuvo suerte y dió con un caballero que le había conocido personalmente. Cuando el americano estaba ya completamente harto de la inacabable inquisición de Baudelaire, terminó por espetarle un: ¡Sí, sí, Dios santo, le he conocido, y es un caballero odioso y antipático!. Esto dejó satisfecho al poeta.

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Según María Clemm, Poe no tomó drogas durante la redacción de Eureka, solo tazas de café que ella le preparaba a intervalos de una o dos horas.

En su aquelarre sideral, Poe se da el lujo de invocar a Aristóteles, a Francis Bacon y a Newton. Átomos, gravitación, unidad primordial. Aunque expuesta de un modo farragoso y con la retórica del iluminado, la tesis de Eureka es relativamente sencilla: todo el universo procede de la Nada y todo desembocará en la misma Nada, de un modo circular y mecánico. Pero son demasiadas páginas y demasiado confusas. Demasiados datos inexactos o penosamente forzados con los instrumentos de un raciocinio en fuga. Demasiadas palabras para enunciar algo que se parece demasiado a esas otras, mucho más escasas, que invariablemente se repiten en todos los velatorios del mundo.

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En la noche del 17 de febrero de 1854, Schumann, que sufría de severas alucinaciones auditivas, afirmó que los ángeles le estaban dictando un tema musical. Si hemos de creer las anotaciones del diario de Clara Schumann, el músico escribió inmediatamente el tema, y hacia el día 22 o 23 comenzó a componer variaciones sobre él. En realidad se trataba de un motivo compuesto hacía años, pero Schumann no lo recordaba. Vive Dios que los ángeles se lo habían dictado. A las dos de la tarde del 27 de febrero se arrojó a las aguas congeladas del Rhin; fue rescatado por un barquero que lo llevó a la orilla, y luego a casa. Al día siguiente retomó las Variaciones y al parecer las completó. Envió la partitura a Clara, pero para entonces ella ya se había marchado con un amigo siguiendo el consejo de un médico. El 4 de marzo Schumann ingresó voluntariamente en el sanatorio de Endenich, donde murió poco menos de dos años después.

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En las horas que precedieron a su muerte, entre el desvanecimiento y la fiebre, Edgar llamó repetidamente a un tal «Reynolds». Ninguno de los presentes podía saber que se trataba de Jeremiah Reynolds, el profesor y explorador cuyas conferencias sobre el Polo Sur le habían inspirado una parte importante de la Narración de Arthur Gordon Pym. Verdaderamente uno no sabe si reír o llorar. A punto de atravesar la última cortina de hielo y a bordo de un pobre escritorio, el huérfano invocaba a su Caronte.

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Geistervariationen / Schumann

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