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Toda palabra poética ha de dejar al lenguaje en punto cero, en el
punto de la indeterminación infinita, de la infinita libertad.(…)
Las palabras crean espacios agujereados, cráteres, vacíos. Eso es el poema.

Diario anónimo, J.A. Valente


En La obra maestra desconocida (1845) Balzac cuenta la historia de Frenhofer, un maestro de la pintura que ha dedicado los últimos diez años de su vida a un único lienzo cuya ejecución, pendiente ya tan solo de los últimos retoques, mantiene en el más alto secreto. Un pintor de mediana edad llamado François Porbus y un bisoño Nicolas Poussin logran, mediante una simple treta de orden carnal, acceder al taller de Frenhofer. Es el propio autor el que les muestra, orgulloso, la obra maestra, pero ante ella los visitantes no dan crédito: en el lienzo no hay nada, o al menos no hay, desde luego, la obra maestra que esperan. En lugar del tema anunciado—una Venus sensualmente recostada en un lecho— encuentran un conjunto incomprensible de líneas y manchas. «Pero ¡¿es que no lo ven?!», grita iracundo Frenhofer. Porbus y Poussin dictaminan la locura del anciano maestro y se marchan. Esa misma noche Frenhofer muere tras prender fuego a su estudio y todo lo que contiene.

Balzac reescribió en varias ocasiones la historia hasta transformarla en lo que él llamaba un cuento filosófico, es decir, en el recipiente, en este caso, de una advertencia contra los excesos del acto creativo, sacando a relucir las conexiones entre genialidad y locura y también otro puñado de lugares comunes en la crítica artística del momento. La obra maestra desconocida dista de ser la mejor pieza literaria de Balzac, pero a poco de su aparición se granjeó el interés de los artistas. Cézanne, tan inseguro y obsesivo en su trabajo, decía sentirse profundamente identificado con Frenhofer. Picasso, que había sufrido la incomprensión y el desprecio al mostrar, tras muchos titubeos previos, Les demoiselles de Avignon (1907), también estaba obsesionado con aquel texto y lo ilustró, por encargo de Ambroise Vollard, en 1931 con trece aguafuertes. El siglo XX, muy ajeno ya al fuego cruzado entre académicos y rupturistas, releyó el cuento con otros ojos. Donde Balzac, por boca del joven Poussin, escribe: «No veo más que colores confusamente amasados y contenidos por una multitud de líneas extravagantes que forman una muralla de pintura», nosotros ahora, sin dificultad, reconocemos los amasijos de luz del último Monet, el duelo de esgrima de Pollock o el esplendor sucio y exultante de Twombly. La crítica ha destacado la agudeza, el poder de anticipación de la fábula de Balzac, pero la situación del cuento era ya una realidad de su tiempo: al otro lado del Canal de la Mancha, un pintor llamado Joseph Mallord William Turner llevaba años empeñado en descerrajar toda idea convenida de lo que hasta entonces se había entendido por paisaje. La Tate Gallery data entre 1830 y 1845 una acuarela de Turner que, dubitativamente, titula Boats at the sea. Ni el título ni la fecha están claros porque la obra solo contiene tres trazos negros y rojos —muy lavados, muy deshechos, abiertos como tres pequeñas plumas— que ocupan el centro de una superficie de papel casi por completo vacía. Es una imagen tan seductora como paradójica. Lo supiera o no Balzac, lo que su cuento puso sobre el tapete para nosotros es el instante vertiginoso en el que la pintura se apodera del motivo, el instante cismático en que, un poco más allá de la mesa de juego y de las reglas convenidas, la misma materia del arte se impone sobre el tema, sobre el motivo particular.

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Paul Valéry veneraba a Mallarmé. En sus recuerdos lo llama maestro y lo describe en la figura de un amanuense que silenciosamente hubiera atesorado y ejercido un arcano misterioso. Es Valéry el que edifica para la posteridad la imagen de un poeta consagrado a un arte cuya cima indiscutible es Un coup de dés. En 1920, es decir, más de veinte años después de su primer contacto con aquel poema, Valéry remite una carta a la revista Marges. En esa carta da testimonio de su fe como el que narra el milagro de los panes y los peces:

Estoy seguro de haber sido el primero en haber visto esa obra extraordinaria. Nada más terminarla, Mallarmé me pidió que fuera a su casa, en la rue de Rome; me condujo a su cuarto, donde, tras un tapiz antiguo, reposaron hasta su muerte —momento en que deberían destruirse según su deseo— sus paquetes de notas, el secreto material de su gran obra inacabada. Dispuso el manuscrito del poema en la mesa de madera muy oscura, cuadrada, de patas torneadas, y se puso a leerlo con una voz muy baja, igual, desprovista del menor «efecto», casi para sí mismo… (…) Tras leerme Mallarmé, del modo más trabado que quepa imaginar, su Coup de dés como simple preparación a una sorpresa mayor, me mostró su disposición. Creí ver la figura de un pensamiento por primera vez colocada en nuestro espacio… La extensión hablaba allí verdaderamente, soñaba, engendraba formas temporales. La espera, la duda, la concentración eran cosas visibles. Mi vista entraba en contacto con silencios que se habían materializado. Contemplaba a mi gusto instantes inapreciables; la fracción de un segundo, en la que se alumbra, brilla, se extingue una idea; el átomo del tiempo, germen de siglos psicológicos y de consecuencias infinitas, aparecían, finalmente, como seres, enteramente rodeados de su nada hecha sensible. Era murmullo, insinuaciones, un trueno para los ojos, toda una tempestad espiritual llevada página a página hasta el extremo del pensamiento, hasta un punto de inefable ruptura; allí se producía el prodigio; allí, en el papel mismo, algo como una fulguración de últimos astros temblaba infinitamente pura en el mismo vacío interconsciente en que, como una materia de una especie nueva, distribuida en cúmulos, en estelas, en sistemas, coexistía la Palabra. (…) ¿Acaso no estaba asistiendo a un acontecimiento de orden universal? ¿No era, en cierto modo, el espectáculo ideal de la Creación del Lenguaje lo que se me estaba presentando en aquella mesa, en aquel instante, por aquel ser audaz, aquel hombre tan sencillo, tan dulce, de un natural tan noble y encantador? (…) El 30 de marzo de 1897, cuando me dejó las pruebas corregidas del texto que se iba a publicar en Cosmopolis, me dijo con una sonrisa admirable, ornato del más puro orgullo inspirado al hombre por su sentimiento del universo: «¿No le parece a usted que es un acto de demencia?».

Estudios literarios (1957), Paul Valéry

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Una condición tiene el arte: la de aparecer justamente allí donde no se le espera. Godard nos susurra: «Existe la cultura, que es la regla, y existe la excepción, que pertenece al arte». Noche tras noche miramos fijamente el escenario, pero un teatro es en realidad un lugar enorme. Hay corredores y escaleras. Hay sótanos atestados de tramoya. Hay cornisas muy altas a las que la luz de las bujías no alcanza. No es una regla implacable, pero es salvífica: a menudo el talento brilla donde no se le espera. Mallarmé —gran pontífice de la modernidad, demiurgo marmóreo de la lengua francesa— se ganaba la vida dando clases de inglés a jovenzuelos de secundaria. Según Valéry, odiaba aquel empleo. Según Valéry, en su cuarto de trabajo, en Valvins, había una mesa de madera oscura y un camastro para cuando le apetecía descansar del trabajo. Durante el último paseo que dieron juntos, el maestro recogió azulejos y amapolas. Según Valéry, el sol, cabrilleando sobre el Sena, ponía un juego de luces cambiantes sobre el techo y las paredes de aquella habitación en la que Mallarmé escribía.

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«Literatura e imagen son inmiscibles», escribe Quignard en el Tratado VII:

Cuando lo uno es legible, lo otro no es visto. Cuando lo uno es visible, lo otro no es leído. Por más que uno se empeñe en alguna contigüidad, estos dos media continúan siendo paralelos, y debe decirse que, para toda la eternidad, estos mundos son impenetrables entre sí.

Dice verdad.

Eppur si muove.

De joven me hice preguntas acerca del diálogo de las artes. Por qué ocurre todo eso que ocurre en el interregno común de la literatura, las artes plásticas y la música. Joan Brossa pensaba que esas tres disciplinas formaban los lados de un solo triángulo. Durante un tiempo me acerqué a algunos de los que habían intentado desentrañar, teóricamente, la cuestión, pero solo obtuve un mortal aburrimiento. Años después una imagen comenzó a visitarme y lo sigue haciendo todavía. Es de una brutal simplicidad. Se trata de lo que ocurre cuando una hoja de papel se desliza sobre una superficie horizontal plana muy pulida como, por ejemplo, la de un cristal. Todos hemos presenciado ese evento, y es posible que, alguna vez, incluso hayamos realizado repetidamente el experimento. Se lanza o tan solo se deja caer el papel y se le ve entonces desplazarse provisto de una inercia aparentemente inexplicable, tanto, que a menudo ni siquiera disponemos de espacio suficiente para comprobar hasta dónde alcanza el deseo de ese mero papel por llegar más lejos, aún más lejos. Hay una explicación física, por supuesto, pero ahora pienso que es eso, exactamente eso, lo que ocurre entre la literatura y la pintura. Hace tiempo que dejé de hacerme preguntas y ya tan solo deseo presenciar esa magia infraleve. Porque no es tan solo que existan relaciones entre la literatura, el arte y la música, es que esos encuentros son de naturaleza incestuosa, abundante, y alegre. No es, como dice Quignard, «una pretensión de locos». Se llama sinestesia. Y si es un error, entonces pertenece al orden de los desvaríos fértiles.

Las materias no se tocan. No es posible la más mínima transubstanciación. El papel es blanco y leve y poroso. El cristal es pesado y es duro y translúcido. No, no se mezclan porque entre ellos discurre admirablemente el aire y es por eso precisamente que acontece el movimiento.

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En 1894 Claude Debussy estrena su Prélude a l’après-midi d’un faune, pieza orquestal directamente inspirada en un poema de Mallarmé. El éxito es arrollador, pero al poeta (que admira a Wagner y al que le fascina la música) no le gusta la pieza de Debussy. Puede que adivine ya el modo en que esas notas de flauta darán coartada, mucho después, a miles de anuncios de perfumes en radio y televisión. En el prefacio a Un coup de dés Mallarmé establece a las claras que la disposición de los versos y el peso variable de los tipos sobre las páginas tienen como objetivo sugerir efectos musicales, y a los espacios en blanco, no impresos, los llama silencios. «Iba todos los domingos —recuerda Valéry— a los conciertos Lamoreux, donde se le veía absorber, más que escuchar, la música por sí misma, como si intentara robarle sus secretos. Se le veía lápiz en mano, anotando cuanto de aprovechable para la poesía oía en la música, tratando de  abstraer algún tipo de relaciones que pudieran ser transportadas al dominio del lenguaje».

En 1957 Pierre Boulez compone Pli selon pli, un ciclo de cinco piezas articuladas en torno a otros tantos poemas de Mallarmé. Es una pieza fría y un poco desasosegante en la que los sonidos y los silencios se arraciman constelando timbres de metal, vientos, voces y cuerdas. No sabemos si esta otra pieza le hubiera gustado al poeta. No sabemos qué clase de música sonaba en el interior de su cabeza, pero no hay duda de que se obstinó, hasta el final, en transcribirla. En el verano de 1898, en la tarde radiante de julio y ante un paisaje de trigales dorados que empezaban a agostarse, el poeta señaló en derredor y le dijo a Valéry: «Mire, es el primer toque de címbalo del otoño sobre la tierra». Mallarmé murió pocas semanas después, presa de un mal súbito. La muerte juega a los dados.

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Una tormenta, un viejo marinero, los restos de un naufragio, una pluma que cae, un golpe de dados. Las imágenes se suceden desvaneciéndose unas sobre otras. La escena se disuelve en la bruma y las páginas solo contienen «variaciones prismáticas en torno a la Idea». Como en el lienzo de Frenhofer, no queda sino una masa de líneas y pinceladas. Todo es tentativa, amago de tiempo detenido. Porque tampoco el tiempo sucede, es como un cubo que presenta todas sus caras a la vez. Valéry sostenía que la aparente esterilidad, la impenetrable oscuridad de los textos de Mallarmé no era tal, y que lo que en realidad ocurría en el interior de aquellos poemas era un fenómeno de refringencia, como el que se da en el interior de un cristal de cuarzo o una piedra tallada. El mal de letras de Mallarmé era extremo. Como Poe, pensaba que con sus versos conjuraría alguna vez el Universo, y que todo lo que existía en el mundo no tenía otra finalidad que la de encontrar su justificación entre las páginas de un libro. Profesó con rigor la inutilidad de su fe y la conciencia aterradora de su fracaso, pero a diferencia de Poe, que en Eureka (1848) creyó deducir leyes universales manejando magnitudes que con mucho le superaban, Mallarmé optó por la vía de la sustracción, la desecación, la talla. Fue quitando a sus versos hasta que no quedó más que un eco, un halo, un resplandor leve, y en ese temblor, en los destellos invertidos de esa constelación de palabras abiertas, Mallarmé supo que no atrapaba el misterio del mundo, pero confiaba en inaugurar un arte o un sistema. La indeterminación de las imágenes en Un coup de dés despierta en la mente de cada lector un teatro diferente. Es un juego de azar. Todo Pensamiento emite una Jugada de Dados. Por eso Valéry se refiere a aquel poema como a una máquina: el prototipo de una ciencia por venir.

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Palabras, millones de palabras, toneladas de palabras se amontonan sobre Un coup de dés. Yo también tengo una conjetura y es tan pertinente como cualquier otra. De niños nos dicen que si acercamos el oído a una caracola escucharemos el fondo marino. En el cielo hay estrellas, sí, pero las constelaciones, como tales, no existen ni han existido nunca; el universo no arroja más que silencio, o bien emite un ruido tan inmenso y blanco y sordo como el silencio. De todo ello hacemos —infatigablemente, manos sobre manos, huesos sobre huesos— torpes transcripciones. Un coup de dés no es más que la tentativa, salvaje, de poner en palabras lo que el sol de junio, cabrilleando sobre la corriente del Sena, escribía en las paredes del cuarto de trabajo del poeta.

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Hace mil, hace casi dos mil años, un pintor chino que es todos los pintores chinos al mismo tiempo, toma un papel de arroz y deja unos trazos con su pincel. Lo hace rápidamente, lo hace como de improviso y por tanto la ciencia que pone en juego parece escasa, pero no lo es. Lo que sin duda es escaso es el volumen de pigmento utilizado: tres cuartos del papel permanecen intocados. Empero, la imagen resultante no solo es suficiente: está completa, está abierta, y es plena porque contiene, en el juego de llenos y vacíos, una figuración total del mundo. Para finalizar, a un lado el pintor dibuja unos signos caligráficos, es decir, escribe un poema. En su idioma, las palabras pintor y calígrafo definen un solo oficio.

Occidente duerme. Apenas despierta si no es bajo el efecto pasajero de la sorpresa y el descubrimiento, pero sufre, además, un trastorno esquizoide y pueril que le lleva a percibir como invención lo que no es más que imitación. En 1907 Picasso copia obsesivamente máscaras africanas. En 1890 Van Gogh pinta almendros en flor cuya factura es prácticamente inconcebible sin la influencia de la estampa japonesa. Pocos años antes Mallarmé escribe:

Quiero olvidar el Arte voraz de una región
cruel y, sonriendo al manido reproche
que me hacen los amigos, el pasado y el genio,
y hasta la misma lámpara que sabe mi agonía,
imitar a ese chino de sentir fino y limpio
cuyo éxtasis más puro es pintar el final,
sobre tazas de nieve robadas a la luna,
de una insólita flor que perfuma su vida
transparente y antaño, en la infancia, probada
como injerto en la azul filigrana del alma.
Para la muerte así, como ensueño de sabio,
sereno iré a buscar un lozano paisaje
que, absorto, plasmaré sobre las mismas tazas.
Una línea azulada será, pálida y leve,
un lago entre los cielos de clara porcelana,
una luna en creciente perdida entre las nubes,
hundiendo un cuerno calmo en el cristal del agua,
no lejos de, pestañas de esmeralda, tres juncos.

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Pocos recuerdan que fue librero. Publicó tres libros de poemas y, cumplidos ya los cuarenta, se lanzó a una carrera fugaz en el mundo del arte. Casi toda la obra plástica de Marcel Broodthaers pone a prueba las fronteras entre lo textual y lo visual. De René Magritte admiraba el modo en que sus lienzos se habían aproximado, pintando palabras, a lo verbal. De Mallarmé le maravillaba que hubiera dispuesto los versos en la página como si de un lienzo en blanco se tratara. Tanto le obsesionaban las páginas de Un coup de dés que en 1969 expuso un libro de artista cuyo aspecto era casi idéntico al ejemplar de aquel libro que el propio Magritte le había regalado. La recreación, la copia de Broodthaers, tan solo incorporaba dos modificaciones: en la cubierta, la palabra poème había sido sustituida por la palabra image; en el interior, todos los versos y las palabras aisladas habían sido minuciosamente sustituidos por rectángulos negros de diferente grosor y longitud. Las páginas pasaron a contener unas líneas y bloques negros que, con un cierto aire de pintura suprematista, daban una respuesta visual definitiva, quizás incluso consecuente, a la tentativa del poeta.

Mise en abyme. En 2008 Michalis Pichler volvió a rehacer el libro. Esta vez la palabra poème fue sustituida por sculpture. Pichler mandó troquelar las superficies correspondientes a cada verso y a cada palabra en las páginas de Un coup de dés. El resultado fue que las páginas, en lugar de texto, mostraban orificios rectangulares de tamaño variable. Después volvió a rehacer el libro, y el paso siguiente también parecía obedecer al orden de las consecuencias lógicas. Pichler hizo troquelar aquellas ventanitas sobre una sola pieza de papel continuo, lo que dio como resultado un rollo de música adaptado al funcionamiento de un piano mecánico. Así, a lo largo de una sola centuria, protéicamente, aquellos versos que Mallarmé tan solo se había atrevido a sugerir como asimilables a una partitura musical, habían viajado hasta tomar cuerpo como formas geométricas en el espacio; luego, traspasando las dos dimensiones, habían conquistado el espacio, y finalmente retornaban al ámbito de lo sonoro.

En sus cartas y entre aquellos paquetes de notas que vio Valéry, Mallarmé insiste obsesivamente en la elaboración de un libro futuro. No se sabe a qué se refería exactamente. En su último estadio las coordenadas estéticas de Mallarmé, como el sentido de Un coup de dés, articulan un infinitivo.

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Alrededor del 1 de noviembre de 1913 Debussy grabó catorce de sus piezas en un aparato de la marca Welte Mignon. El resultado son seis rollos perforados para piano mecánico que ahora pueden escucharse fácilmente en Internet. La ejecución de Debussy es, dicen, tan singular como ineludible.

He buscado esos rollos, quería verlos, pero no los he encontrado. Encontré otros. He encontrado, por ejemplo, a personas que se han servido de ese tipo de rollos como si de un objeto ornamental se tratara, colgándolos en la pared de su salón. No es de extrañar: como objeto parece remitir a una antigüedad inconcreta, y desplegado y suspendido en vertical semeja, por ejemplo, a un rollo de pintura china. Por contra, las incisiones y el modo singular en que se reparten sobre la superficie remiten a un mundo mecánico, predigital. Con esas puntadas oscuras y geométricas, esos rollos parecen contener una lluvia esquemática, como la que Apollinaire dio a la imprenta bajo el título de Il pleut entre las páginas de Caligrammes (1918).

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Seguramente no hemos visto los retratos de los fracasados, porque a veces uno está tentado de pensar que no eran los poemas, ni las novelas, ni los cuadros, ni las suites orquestales, sino la cámara y el golpe de magnesio lo que imponía, como en un número de magia, el marchamo incontestable de la celebridad. La fotografía la tomó, también esta vez, Nadar. Sobre la mesa hay un libro abierto, una página en blanco, un tintero. Mallarmé mira fijamente al objetivo con una expresión amable, confiada. El retrato le inmortaliza en el oficio: sostiene la pluma en la mano. El gesto está tan estereotipado que hay algo casi escolar en la escena, y lo sería por completo si, a su espalda, apareciera el mapamundi. Pero el fondo es totalmente neutro, blanco y claro como otra página en blanco, una enorme. La escena es potencial: el poeta no ha escrito aún ni un solo signo sobre el papel. Hay tanta luz en la imagen que el tono blanco del papel sobre la mesa es exactamente el mismo que el del fondo, y solo hipnóticamente, solo alucinadamente, ese papel se presenta a los ojos como un agujero que traspasa la figura. Mallarmé dedicó años a pulir un solo poema, un único poema donde los espacios en blanco han de leerse, musicalmente, como silencios. Según esa misma notación, la página en blanco que tiene ante sí en la fotografía no sería otra cosa que un gran silencio.

Una copia de la fotografía se conserva entre las colecciones de la Bibliothèque Nationale de France. A la derecha, en vertical, alguien escribió a mano: M. Mallarmé (Homme de lettres). El soporte ha sufrido un deterioro solo perceptible en la zona más oscura de la imagen, es decir, en el traje oscuro del hombre de letras. Podrían haber aparecido manchas pardas en cualquier zona de la imagen, ocurre con mucha frecuencia, pero en esa fotografía en particular tan solo hay decenas, cientos de puntitos de color blanco y tamaño deliciosamente desigual sobre el traje del poeta. Parece un cielo estrellado. Valéry anota que Mallarmé lo acompañó una noche a la estación de tren de Valvins para regresar a París, y que el cielo estaba rabiosamente estrellado, y en él Valéry descifra la imagen misma de la poética mallarmeana.

De la muerte imprevista del maestro tan solo escribe: «Fue un golpe terrible».

No hay en el mundo más silencio que el de la muerte y el de la página en blanco.

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Puede que Pascal Quignard tenga razón. Puede que todo sea un completo desvarío. Pero en tal caso todos nadamos en la misma fiebre, en el mismo naufragio.

En 1969 Broodthaers rodó un cortometraje titulado La pluie (projet pour un texte). El propio artista aparece en el modesto patio de su domicilio de la Rue de la Pépinière, en Bruselas. Unas cajas de madera hacen las veces de silla y escritorio para el poeta. Sobre la mesa hay tinta, papel y pluma. Broodthaers moja la pluma y comienza a escribir, pero acto seguido comienza a llover —y no importa que el efecto sea de una pobreza escandalosa, porque seguramente su mujer, María Gilissen, imitó la lluvia con una regadera— lo cierto es que llueve y Broodthaers sigue escribiendo como si nada. El agua le empapa el cabello, rueda por su nariz y cubre toda su ropa, pero el artista sigue escribiendo, y lo hace en vano, porque el agua que cae impide que una sola gota de tinta permanezca. La lluvia no cesa y Broodthaers moja la pluma en un tintero que ya rebosa agua. Mantiene la postura, la mano repite los movimientos de la escritura, pero ya no escribe propiamente nada, aunque prosiga en la acción. Todo ocurre en unos pocos minutos. Finalmente Broodthaers deja la pluma sobre un papel húmedo que tan solo contiene manchas.

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Infinitif

Firmamento B

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