¡Oh, pajarita de papel!
Águila de los niños.
F. G. Lorca
Entre los mil cachivaches de su célebre torreón, Ramón Gómez de la Serna tenía un tarro de farmacia con un rótulo que rezaba: IDEAS. Yo me conformo con un bote de cristal que alguna vez contuvo queso en aceite y que ahora está lleno de pajaritas de papel. Nunca se sabe cuándo puedes necesitar una pajarita. Las tengo por toda la casa y también en el coche, algunas muy pequeñas y otras muy grandes. La mayor de todas tiene unos cuarenta centímetros de altura y preside regiamente el salón. Se llama Recareda y me la hizo una buena amiga. Las pajaritas me rodean como los petisos carambanales a Super López. Son criaturas altivas, pero también pacientes. No dan un ruido. Deben estar hechas siempre de papel blanco. No se deben fabricar nunca con papeles de colores. Jamás. Cumplen rotundamente con su función en su versión más primaria y sencilla. El verismo y la fantasía no les van. Son seres inmaculados y perfectos como un sólido platónico. Objetos luminosos, herméticos y divertentes. Y no logro recordar, por más que lo pienso, si comenzaron a aparecer en mi vida un día cualquiera de quién sabe cuándo, o si más bien todo se fue acumulando a raíz del hallazgo, seguramente por azar, de una fotografía bastante peculiar. La tomó un tal Ricardo Compairé alrededor de 1927, y en ella aparecen el escultor aragonés Ramón Acín y su mujer Conchita Monrás sentados en el salón de su casa, mirándose fijamente el uno al otro, muy serios. A su alrededor hay lienzos, muebles robustos, objetos de forja y pequeñas esculturas. Sobre un velador situado entre ambos hay una jaula de canario, y en el interior de la jaula puede verse, muy bien dispuesta, una pajarita de papel. Acín dijo en una entrevista que había sustituido el habitual canario por una pajarita porque no soportaba ver al pájaro encerrado.
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Mientras María Moliner, funcionaria depurada y degradada, pasaba los años de posguerra preparando su Diccionario de uso del español, no sabía que en Francia se estudiaba la red de bibliotecas rurales que había ideado y puesto en marcha durante la Segunda República —cuando era una destacada bibliotecaria— como una experiencia de trabajo ejemplar. No sabemos lo que la obra de Lorca, con su enorme popularidad, habría aportado a la transformación cultural del país. No sabemos qué fruto habría dado la obra de María Zambrano o de Francisco Ayala de no haberse visto obligados a huir. El desenlace de la Guerra Civil forzó a una porción enorme de una de las generaciones de intelectuales más brillantes de la historia de España al exilio exterior o al interior, cuando no a la muerte.
A Ramón Acín le interesaba todo. Coleccionaba obsesivamente loza, tejidos, instrumentos de forja, y cualquier tipo de objeto artesanal. Quiso que su colección constituyera el germen de un Museo de Oficios de Aragón que, por supuesto, nunca tuvo lugar. Diseñó un híbrido entre caballete y pupitre que permitía a los alumnos integrar en una sola herramienta el aprendizaje general y el artístico. Pensaba que el capital, la religión y el estado formaban un yugo del que el proletariado debía liberarse. Pensaba que un obrero o un jornalero no era nada sin una formación que permitiera el desarrollo y la libre expresión de cada individuo. En última instancia, lo que la Guerra Civil produjo no fue tan solo un campo de vencedores y vencidos, como a veces se nos cuenta con el relato más pobre y polarizado. Lo que el franquismo logró con éxito fue la sistemática eliminación de cada elemento previamente sembrado para hacer avanzar el país con la siguiente generación. La oportunidad perdida, la marcha a contrapié del resto de Europa preservó la inercia de un pueblo históricamente caracterizado por el analfabetismo y por una inmadurez cívica y democrática cuyas consecuencias pagamos todavía.
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El 18 de julio de 1936, tras la noticia de la insurrección, Acín acudió, junto con otros representantes políticos, a una tensa reunión en el Gobierno Civil. Algunos pedían ya el reparto de armas. En Huesca, como en todas partes, el ambiente era ya irrespirable desde hacia meses o años. Acín era partidario de mantener la calma y evitar cualquier derramamiento de sangre. Se marchó a casa a sabiendas de que, si el levantamiento prosperaba, no tardarían en prenderlo. Se ocultó junto con Arnalda en una falsa pared situada tras un armario. Hubo varios registros infructuosos. Cuentan que, como los días pasaban sin solución, le dibujó al zapatero un estupendo bigote, lo pertrechó de ropa y de sombrero y le dió las indicaciones de una fuga que no quiso para sí. Arnalda murió en Bayona en 1977. Acín se entregó el 6 de agosto al oír las quejas de su mujer, sometida a golpes con ocasión de un nuevo registro. Cuando se lo llevaban, Conchita comenzó a gritar que su marido no se iba de allí sin ella. Se llevaron a los dos. El autor del Monumento a las Pajaritas fue fusilado esa misma noche en las tapias del cementerio. Conchita Monrás fue fusilada el 23 de agosto, junto a otras 94 personas. Los militares encargados de certificar las muertes tuvieron mucho trabajo durante esas semanas en toda España. Según el expediente de Acín, éste murió «en refriega habida por motivo de la Guerra Civil». De Conchita se llegó a consignar que «había sido puesta en libertad en virtud de la Comandancia Militar». Tan solo en la ciudad de Huesca fueron fusiladas más de quinientas personas.
El cadáver de Acín fue exhumado de la fosa común años después. Lo que permitió identificarlo fue el pijama que llevaba puesto cuando lo arrestaron, así como un puñado de lápices que siempre llevaba en el bolsillo.
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Alentado quizás por la experiencia de rodaje de Tierra sin pan, en sus últimos años Acín se había traído entre manos un proyecto cinematográfico propio. No queda rastro del mismo, pero al parecer la película estaba enteramente protagonizada por niños, y Acín debía hablar de ello con cierta frecuencia porque su hija Katia albergaba, muchos años después, algunos recuerdos del guion. En una de las escenas aparecía un niño que «estaba haciendo sus necesidades sobre el libro Corazón de Amicis», y la escena final consistía en «un suicidio colectivo de los niños, que se iban introduciendo en el mar, en donde también había personas mayores con el agua solo hasta la cintura que arrojaban flores al mar».