Étrangère

Etranger w.

A cuatro años de su muerte, los herederos de Marguerite Yourcenar sacaron a la luz una obra inédita titulada Una vuelta por mi cárcel (1991). Contenía catorce textos escritos entre 1980 y 1987 que articulan algo así como un diario de viajes, los últimos de una viajera empedernida. Es también un libro subterráneamente marcado por las desapariciones. En 1979, y tras una larga convalecencia, había muerto su compañera durante cuarenta años, la profesora y traductora Grace Frick. En 1986 falleció de sida el fotógrafo Jerry Wilson, y si este fue amigo, amante, o simple compañero de viajes, nadie parece saberlo y acaso importe poco porque Marguerite había llevado su vida privada con la misma libertad y discreción que había aplicado a todo lo demás. La última de las desapariciones es la suya propia, en diciembre de 1987. Una serena conciencia del fin impregna esos catorce textos. El título aludía a una declaración de Zenón, el protagonista de Opus Nigrum (1968): «¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta por su cárcel?». Yourcenar viaja en tren desde Montreal hasta las tierras de Alaska y le ensombrece el recuerdo de Grace; se sube a bordo de un crucero entre San Francisco y Yokohama y describe sin piedad los caprichos y la vacuidad de la burguesía norteamericana. En Japón visita, con la misma curiosidad, hoteles y restaurantes, locales de striptease, templos sintoístas y teatros de marionetas. En todo lo que anota hay una enorme cercanía al mismo tiempo que una melancólica distancia. No es exactamente fatiga, se trata más bien de levedad. En el camerino de un onnagata la autora se tropieza, de improviso, consigo misma:

Una ojeada por casualidad al espejo de tres cuerpos me mostró, al lado de aquel rostro liso, mi rostro de mujer cargada de años, amasada con tierra, estriada como el suelo por la lluvia, pero, por dentro, con no sé qué fuego.

El verdadero rostro de Yourcenar es el de esos últimos años. Solía cubrirse la cabeza con un gran pañuelo, una costumbre adquirida quizás en sus viajes por Oriente o puede que un detalle de coquetería en una mujer que habitualmente llevaba el cabello lacio y desaliñado. También los sacerdotes se velaban en Roma durante los sacrificios, y solo aquel que ha caminado mucho por el mundo conoce las bondades, sabias, de cubrir la cabeza.

.

Quizás porque es frecuente en las cubiertas de las torpes ediciones de saldo, no utilizamos ya la palabra sabiduría si no es con un asomo de ironía. Nuestro tiempo ha enarbolado la inteligencia, un objeto mucho más ágil y, sobre todo, flexible. Si pensamos en la sabiduría no acudirá otra imagen a la mente que el busto griego o romano de un hombre maduro y barbado, o bien la figura confusamente oriental de un anciano encorvado y seco, cubierto con una saya oscura. Ambos arquetipos se daban cita en el rostro de la Yourcenar, un semblante sobre el que parecía haber descendido, al mismo tiempo y sin torpeza, el espíritu de Epicuro y el de Lao-Tse. En sus novelas y en sus ensayos demostró erudición y una enorme capacidad de sistematización, pero la sabiduría que atesoraba estaba anclada en otra parte.

.

Se llamaba Marguerite Cleenewerck de Crayencour. Escogió y desordenó las letras de su segundo apellido para construir el anagrama Yourcenar. Después hizo lo mismo con su vida. El dinero y las raíces nobles le habrían permitido arrellanarse fácilmente en su Bélgica natal para escribir novelas, ensayo, poesía o crítica literaria aprovechando el enorme sustrato cultural que tenía bajo los pies, pero prefirió, sencillamente, todo lo demás. Comenzó a viajar de forma asidua a Italia y Grecia en 1934. El éxito de las Memorias de Adriano (1951) le permitió viajar aún más lejos. Las andanzas de Zenón en Opus Nigrum no son otras que las propias, viajera atenta por una Europa a la que había visto colapsar en dos ocasiones para quedar finalmente dividida en dos bloques inconcebibles. Estas dos obras son la excepción que confirma regla en el ámbito de la llamada novela histórica: nada que ver con la poderosa inclinación hacia el pastiche y el melodrama que domina el género. Memorias de Adriano es una larga reflexión acerca del tiempo, el poder, el conocimiento, el amor y la muerte. Opus Nigrum es el relato de un hombre que intenta denodadamente comprender el mundo en el que vive a despecho del fanatismo que le rodea. Yourcenar antologó la poesía griega clásica, se interesó por el gospel, la pintura y el kabuki, y siempre hizo algo más que pasearse superficialmente sobre las cosas. Incluso un libro relativamente temprano como Cuentos orientales (1938), aparente reformulación de tradiciones orales, tiene cierto sabor de manifiesto, declaración tanto más elegante cuanto menos obvia: para Yourcenar lo oriental no es un elemento en fricción con lo europeo, sino uno de sus muchos elementos constituyentes, anidado incluso en el interior de la cultura judeocristiana.

.

En sus manos la historia se transformaba en algo que sobrepasaba, con mucho, la mera escenografía. En A beneficio de inventario (1962) incluyó un largo texto sobre el castillo de Chennonceau, sobre todo para dar cuenta de una curiosa galería de mujeres, todas ellas viudas —de reyes, grandes nobles, o importantes financieros— que, por unas u otras causas, acabaron por habitar en soledad ese singular castillo construido, como un puente, sobre las aguas del río Cher. Así, Yourcenar hace desfilar para nosotros a monarcas y princesas, y escenifica guerras de religión, conspiraciones y matanzas, pero, en la última página, cuando ya no se espera, el texto da un giro que desautoriza todo el espacio previo entregado al boato y al gran relato histórico. Parece, primero, como si quisiera hacer algún aporte a la lucha de clases:

Pensemos un poco en otros ocupantes sucesivos del castillo, en los habitantes anónimos que superaron en número a los que ya conocemos (…). En los criados con sus trabajos, sus intrigas y sus propias preocupaciones; en los cocineros que, en el interior de las galerías del antiguo molino, sangraron, desplumaron, destriparon, trincharon, asaron o sancocharon, prepararon durante cuatro siglos millares de comidas.

Logra hacernos ver a los «lacayos que acondicionaron el castillo», a «las criadas con blanco delantal», a «los jardineros que hicieron, deshicieron y rehicieron esos arriates o parterres», a «los albañiles de pie en sus andamios» y «al arquitecto consultando su plano». Pero no se trata de esto, o no se trata tan solo de esto. El texto continúa y acaba por caer en una especie de luminosa aniquilación:

Alejémonos unos cuantos pasos: pensemos en las innumerables generaciones de pájaros que han dado vueltas en torno a esas murallas, en la sabia arquitectura de sus nidos, en las genealogías reales de animales del bosque y en sus guaridas o refugios sin boato, en su vida escondida, en su muerte casi siempre trágica y a menudo causada por el hombre. Demos un paso más a lo largo de los senderos: pensemos en la poderosa raza de los árboles cuyas diversas especies han ido sucediéndose o suplantándose en este lugar y comparados con cuya antigüedad son poca cosa cuatrocientos o quinientos años. Un paso más aún, lejos de toda preocupación humana, y tenemos ante nosotros el agua del río, el agua, más antigua y más nueva que forma alguna y que, desde hace siglos, lava los trapos sucios de la historia.

.

Peregrina y extranjera (1989) es una recopilación —también póstuma— de ensayos que habían aparecido aquí y allá a lo largo de cincuenta años, un itinerario variopinto que se mueve por el tiempo y el espacio. En un siglo marcado a partes iguales por violentos éxodos masivos y por un turismo embrutecedor, para Yourcenar la extranjería dejó de ser un dato administrativo para quedar convertida en una posición intelectual voluntaria y gozosa. Se viaja en primer lugar, nos dice, para conocer lo diferente; con suerte viajamos después para encontrar lo igual en lo diferente; en el mejor de los casos posibles, reconocerse en todas partes no será un motivo de hastío sino otra manera —particularmente interesante— de desautorizar las fronteras y sus iniquidades. Dicen que el conocimiento es una circunferencia que, al crecer, aumenta la extensión de lo que se ignora. Yourcenar, que hizo levantar entre los bosques de la Isla de Maine (EE. UU.) una bonita casa blanca de madera que habitó con trabajo y con modestia durante casi cuarenta años, parecía sentirse en casa en todas partes.

.

Fuera suyo o no, Adriano mandó grabar en su sepulcro un célebre poema que Yourcenar convirtió en el hilo conductor de su biografía del emperador. No hay traducciones felices de ningún texto, pero esos versos fúnebres, cuya coloquialidad abusa de los diminutivos, siempre se lo ponen difícil a los traductores:

Animula vagula blandula               Almita tierna y vagabunda
hospes comesque corporis                huésped y compañera de mi cuerpo
quae nunc abibis in loca                   descenderás a esos parajes
pallidula rigida nudula                    palidilla, desnudita y rígida
nec ut solis dabis iocos                      para renunciar a los juegos de antaño

No son versos piadosos (ni a Adriano ni a la propia Yourcenar parecía interesarles la idea cristiana de redención), es el lamento patético de un moribundo y dejan en el lector un regusto que Marguerite quiso corregir aumentando el poema con un cierre más grave y de más arrojo:

Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.

.

El emperador escribe una larga carta para despedirse del mundo y Zenón es acosado hasta la muerte, pero la sabiduría de su autora reposaba bastante más acá de lo funerario. En 1936, a raíz de las notas que le inspira una pasión no correspondida, Yourcenar publica Feux (Fuegos). El libro no trata tanto acerca del amor como del enamoramiento, esa irrevocable atracción que nos extrae del tiempo instalándonos en un delicioso infierno o en un insostenible cielo. Como todos los incendios —parece decirnos Yourcenar— también la pasión se consume, pero no hay otra opción que dejarse arrastrar por la fuerza que impone. Me pregunto si alguna vez supo que en San Pedro Manrique, un pueblo de Soria, los paisanos caminan con los pies desnudos sobre brasas ardientes durante la noche de San Juan, y que en un lugar tan maravillosamente distante como Phuket, en Tailandia, otra fiesta se celebra con elementos prácticamente idénticos.

.

Una vuelta por mi cárcel se abre con un ensayo sobre Matsuo Bashō, el célebre poeta japonés del siglo XVII. Es cierto que alguna vez la nostalgia del pasado o la incertidumbre ante el futuro impregnan sus versos, pero la poesía de Bashō está consagrada al instante. Impresiones fugaces que el poeta atrapa para fijar un sentido que estremece sin revocar su naturaleza material. Un buen hayku es un objeto que transforma en sublime lo inadvertido. No es de extrañar que le fascinara a Marguerite, la extranjera vocacional. Bashō consumió sus últimos años en absurdos peregrinajes sin otro objeto aparente que el de procurarse la incomodidad, el desarraigo y la belleza de lo imprevisto.

basho para w

 Yendo campo a través,
 ¡orienta tu caballo
 hacia el cuclillo!*

* Traducción de Fernando Rodríguez-Izquierdo

.

La fotografía de Marguerite Yourcenar que he utilizado es de Bernhard de Grendel (1982).

.

淘薩慈

.

.