El mono gramático

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Manchas: malezas. Rodeado, preso entre las líneas, los lazos y trazos de las lianas. El ojo perdido en la profusión de sendas que se cruzan en todos sentidos entre árboles y follajes. Malezas: hilos que se enredan, madejas de enigmas. Enramadas verdinegras, matorrales ígneos o flavos, macizos trémulos: la vegetación asume una apariencia irreal, casi incorpórea, como si fuese una mera configuración de sombras y luces sobre un muro. Pero es impenetrable. A horcajadas sobre la alta barda, contempla el tupido bosquecillo, se rasca la peluda rabadilla y dice para sí: delicia de los ojos, derrota del entendimiento. El sol quema las puntas de los bambúes gigantes de Birmania, tan altos como delgados: sus tallos alcanzan los ciento treinta pies de altura y miden apenas diez pulgadas de diámetro. De izquierda a derecha, con extrema lentitud, mueve la cabeza y así abarca todo el panorama, de los bambúes gigantes al soto de árboles ponzoñosos. A medida que sus ojos recorren la espesura, se inscriben en su espíritu, con la misma celeridad y perfección con que se estampan sobre una hoja de papel las letras de una máquina de escribir manejada por manos expertas, el nombre y las características de cada árbol y de cada planta: la palmera de Filipinas, cuyo fruto, el buyo, perfuma el aliento y enrojece la saliva; la palmera de Doum y la de Nibung, una oriunda del Sudán y la otra de Java, las dos airosas y de ademanes sueltos; la Kitul, de la que extraen el licor alcohólico llamado toddy; la Talipot: su tronco tiene cien pies de alto y cuatro de ancho, al cumplir los cuarenta años de edad lanza una florescencia cremosa de veinte pies y después muere; el árbol del guaco, célebre por sus poderes curativos bajo el nombre de Palo Santo; el delgado, modesto árbol de la gutapercha; el plátano salvaje (Musa Paradisiaca) y la Palma del Viajero, manantial vegetal: en las vainas de sus inmensas hojas guarda litros y litros de agua potable que beben con avidez los sedientos viajeros extraviados; el árbol Upa: su corteza contiene el ipoh, un veneno que da calenturas, hinchazones, quema la sangre y mata; los arbustos de Queensland, cubiertos de flores como anémonas de mar, plantas que producen delirios y mareos; las tribus y confederaciones de hibiscos y abobras; el árbol del hule, confidente del olmeca, húmedo y chorreante de savia en la obscuridad caliente; el caobo llameante; el nogal de Okari, delicia del papú; el Jack de Ceilán, artocorpóreo hermano del árbol del pan, cuyos frutos pesan más de setenta kilos; un árbol bien conocido en Sierra Leona: el venenoso Sanny; el Rambután de Malaya: sus hojas, suaves al tacto, ocultan frutos espinosos; el árbol de las salchichas; el Daluk: su jugo lechoso enceguece; la araucaria Bunya-bunya (más conocida, pensó sonriendo, como Rompecabezas del Mono) y la araucaria de América, cónica torre verde botella de doscientos pies; la magnolia indostana, el Champak citado por Valmiki al describir la visita de Hanuman al boscaje de Ashoka, en el palacio de Ravana, en Lanka; el árbol del sándalo y el falso árbol del sándalo; la planta Dhatura, droga ponzoñosa de los ascetas; el árbol de la goma, en perpetua tumescencia y desentumescencia; el Kimuska, que los ingleses llaman flame of the forest, masa pasional de follajes que van del naranja al encarnado, más bien refrescantes en la sequía del verano interminable; la ceiba y el ceibo, testigos soñolientos e indiferentes de Palenque y de Angkor; el mamey: su fruto es una brasa dentro de una pelota de rugby; el pimentero y su primo el turbinto; el árbol de hierro del Brasil y la orquídea gigante de Malaya; el Nam-nam y los almendros de Java, que no son almendros sino enormes rocas esculpidas; unos siniestros árboles latinoamericanos —no diré su nombre para castigarlos— con frutos semejantes a cabezas humanas que despiden un olor fétido: el mundo vegetal repite el horror sórdido de la historia de ese continente; el Hora, que da frutos tan ligeros que las brisas los transportan; el inflexible Palo Hacha; la industriosa bignonia del Brasil: tiende puentes colgantes entre un árbol y otro gracias a los ganchillos con que trepa y a los cordoncillos con que se sujeta; la serpiente, otra trepadora equilibrista, igualmente diestra en el uso de ganchillos, moteada como una culebra; el oxipétalo enroscado entre racimos azules; la sarmentosa momóndiga; el Cocotero Doble, así llamado por ser bisexuado, también conocido como Coco del Mar, porque sus frutos, bilobulados o trilobulados, envueltos entre grandes hojas y semejantes a magnos órganos genitales, se encuentran flotando en el océano Índico, el Cocotero Doble, cuya inflorescencia masculina es de forma fálica, mide tres pies de longitud y huele a ratón, en tanto que la femenina es redonda y, artificialmente polinizada, tarda diez años en producir fruto; el Goda Kaduro de Oceanía: sus semillas grises y aplastadas contienen el alcaloide de la estricnina; el árbol de la tinta; el árbol de la lluvia; el ombú: sombra bella; el bao-bab; el palo de rosa y el palo de Pernambuco; el ébano; el pipal, la higuera religiosa a cuya sombra el Buda venció a Mara, planta estranguladora; el aromático Karunbu Neti de Molucas y el Grano del Paraíso; el Bulu y la enredadera Dada Kehel… El Gran Mono cierra los ojos, vuelve a rascarse y musita: antes de que el sol se hubiese ocultado del todo —ahora corre entre los altos bambúes como un animal perseguido por la sombra— logré reducir el boscaje a un catálogo. Una página de enmarañada caligrafía vegetal. Maleza de signos: ¿cómo leerla, cómo abrirse paso entre esta espesura? Hanuman sonríe con placer ante la analogía que se le acaba de ocurrir: caligrafía y vegetación, arboleda y escritura, lectura y camino. Caminar: leer un trozo de terreno, descifrar un pedazo de mundo. La lectura considerada como un camino hacia… El camino como una lectura: ¿una interpretación del mundo natural? Vuelve a cerrar los ojos y se ve a sí mismo, en otra edad, escribiendo (¿sobre un papel o sobre una roca, con una pluma o con un cincel?) el acto de Mahanataka en que se describe su visita al bosquecillo del palacio de Ravana. Compara su retórica a una página de indescifrable caligrafía y piensa: la diferencia entre la escritura humana y la divina consiste en que el número de signos de la primera es limitado mientras que el de la segunda es infinito; por eso el universo es un texto insensato y que ni siquiera para los dioses es legible. La crítica del universo (y la de los dioses) se llama gramática … Turbado por este extraño pensamiento, Hanuman salta de la barda al suelo, permanece un instante agachado, se yergue, escruta los cuatro puntos cardinales y, con decisión, penetra en la maleza.

El mono gramático (1974), Octavio Paz

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Ravi Shankar & Ali Akbar Khan (Carnegie Hall, 1982)

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