Baga, biga, higa

Baga biga w.

Pensándolo bien, lo primero que hay que tener en cuenta es que con la misma facilidad con que nací en la calle Hurtado de Amézaga, pude no haber nacido. En Hurtado de Amézaga, ni a la vuelta de la esquina. Así como suena, no haber nacido. Creo que fue una posibilidad con bastantes probabilidades de suceder. Pero se equivocaron, y a cierta hora del día 15 de marzo de 1916, salí afuera y aquí estoy. Como ello ocurrió, efectivamente, en una casa de la referida calle, y dejando de momento aparte ciertos recovecos de la historia, resulta que mi patria es España, a la que amo y estimo sin que me tenga que esforzar mucho en volver a repetirlo. Hay que ver los ríos, las montañas y las llanuras que ostenta esta parte del globo, y a los cuales juzgo dignísimos de todo cariño y aprecio. Sin hablar de las piedras, que cada vez que veo en otros países una piedra vieja, tirando a monumento, bien sea iglesia, castillo o simplemente piedra de una pieza, armo un escándalo en medio de la plaza, inflamado por el más ardiente patriotismo. Y lo mismo me sucede cuando admiro una brillante usina —así suena mejor— pues hasta estos exponentes del esfuerzo y del progreso humanos los he visto en algunos lugares de mi país con estos ojos que se ha de tragar la noble tierra.

Pasando al párrafo siguiente, debo admitir que de la misma manera pude haber venido al mundo quinientos años antes y, lo que es más grave, en una isla de Oceanía o, si me descuido, en Checoslovaquia. Vaya usted a saber. ¿Qué decir entonces, adónde ir si ya estoy en el extranjero? Y en cuanto a mi quehacer vital, profesional y sentimental —porque algo hubiera habido de todas maneras que hacer—, es evidente que habría sido notablemente distinto de lo acaecido hasta la fecha, pues ¿cómo iba a haber llegado aquella tarde a Aldea del Rey, cómo hubiera mandado a paseo mi puesto en la fábrica, cómo comprar un bolígrafo en Villarcayo? Los dioses saben mucho, pero a veces hay crisis en el gobierno, se convocan elecciones, y tiene uno que decidirse porque luego no autorizan el pasimisí. Tremendo problema, dictaminar acerca de la propia conducta, y más no sabiendo cuándo, cómo ni dónde habríamos de proceder. Prefiero este disco, que tiene duende:

Este galapaguito
no tiene mare,
lo parió una gitana
lo echó a la caalle…
lo echó a la caalle…

La verdad es que la calle siempre me ha parecido dignísima de todo aprecio y cariño, por muy accidental que fuese, como ocurrió con el número aquel de Hurtado de Amézaga, que poco bien que está sin mármol ni letras labradas, como el pobre portal de la calle de la Ronda, donde nació ese hereje tan religioso de MIGUEL DE UNAMUNO Y JUGO. A quien no amo ni estimo, a no ser que hubiese visto la luz de las antípodas (como en su juventud), hubiese filosofado sin tanta carraca y aprendido simplemente lo que es un poema, un simple verso que se moviese por sí solo.

Esa montaña que, precipitante…

O, mejor dicho todavía:

Y en la tardecita,
en nuestra plazuela
jugaré yo al toro
y tú a las muñecas.

Ah, esto sí que es digno de loar, y estimar, y amar, mi lengua propia y por derecho propio, mi castellano, y mi cordobés, y ante todo, mi euskera escamoteado, y mi gallego, y mi extremeño, y mi catalán, y que no me vengan antípodas ni apátridas a mentarme la lengua que me parió, que la tengo por cosa muy substancial, más a aún, consubstancial a mi vida, mi morir, y mi nacer.

Historias fingidas y verdaderas (1970), Blas de Otero

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Baga, biga, higa

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