Mata mua

Mata mua w.

Cuando la luz se vuelve excesiva, la pupila se contrae; si el cambio es muy brusco, esa obturación no es suficiente. Acuden entonces los párpados, que también se cierran. Los músculos pueden contraerse de tal modo que se siente un ligero dolor en los globos oculares y, mientras ocurre todo esto, se experimenta una ceguera transitoria. Es el deslumbramiento. También el corazón se deslumbra, y a eso lo llamamos enamoramiento. Dolor de órgano contraído que, como el animal deslumbrado en el centro de la carretera nocturna, deja el cuerpo inmóvil y arrasado. Mirar la nariz, los ojos y los labios de la persona que se ama y estar dispuesto al atropello. Estar ciego y no poder apartar la vista. Dejar que la luz y la muerte nos inunden.

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Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo el trece de noviembre de 1850. Odiaba Edimburgo y su odio era explícito. En 1878, en una recopilación de notas sobre su ciudad natal, advierte que ésta tiene

uno de los peores climas que hay bajo la capa del cielo. La alcanza cualquier viento que sople, desde cualquier parte; la empapa la lluvia, la ahogan las frías neblinas marinas que se forman al este, y la cubre de polvo blanco la nieve que llega volando en dirección al sur, desde las colinas de las Highlands. El clima es crudo y tormentoso en invierno, traicionero y desagradable en verano, y un purgatorio meteorológico en primavera. Los que son delicados mueren jóvenes y yo, como superviviente de los vientos lúgubres y de la lluvia pertinaz, me he sentido muchas veces tentado a envidiar su destino. Porque aquellos que aman la caricia y las bendiciones del sol, aquellos que odian el tiempo oscuro y la borrasca perpetua, no encontrarán lugar más inhóspito ni más agobiante para vivir.

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Su reino se pierde en la noche de los tiempos, por lo que, según edades y lugares, recibió diversos nombres: tisis, consunción, mal del rey o peste blanca. En la India fue la sosha, y los incas la llamaron chaky onkai. Tuvo su esplendor en el siglo XIX, como una reina todopoderosa y cruel. Es entonces cuando recibe su denominación más exacta: Mycobacterium tuberculosis. Y si este nombre es más terrorífico que cualquier otro, no se debe a otra cosa que a su precisión. Desde el microscopio la realidad entera se revela como un cuento de terror, y puede que no cumplamos, como especie, más función que la de hospedar a otras formas de vida no menos estúpidas o crueles que la nuestra. Mycobacterium se aloja en los pulmones como la semilla en la tierra labrada y caliente. La literatura científica, la de menor piedad, nos habla de «tubérculos vegetantes». Allí donde cae el germen, el alveolo pulmonar se inflama. Aparecen «granulomas caseificantes»: frutos muertos que crecen hasta estallar como cráteres. Cavidades. Necrosis. El enfermo tose, escupe sangre, se consume. La enfermedad puede llegar a extenderse hasta las meninges y la médula espinal.

No sabemos a qué edad la contrajo el pequeño Robert Louis. Imperio interminable dentro del cuerpo de un niño.

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Nacido en el norte, en el mes de noviembre, esto es: bajo el signo del ocaso. Stevenson era, además de autor de mercaderías, un instrumento de óptica sensible y preciso. En Across the Plains (A través de las Grandes Llanuras, 1879), diario de un trayecto en tren de Nueva York a San Francisco, ya anota que el amanecer americano es distinto del europeo, y sustenta el dictamen dando las notas cromáticas del evento como el que paladea un vino. Sin embargo, nada anticipa el estallido que se produce en su prosa cuando describe, en vela desde el puente, su primera aurora en los mares del Sur. Puede que sean sus páginas más bellas y no ocurre en ellas otra cosa que la luz y el mundo. No importa si se trata de un inmenso mediodía, de las infinitas gradaciones del amanecer, o de la clara luz azul de la noche: escribe todas esas páginas con el corazón anegado en un deslumbramiento que dura seis años y al que solo pone fin la muerte. En In the South Seas (En los mares del Sur, 1896), o en The Ebb-tide (La resaca, 1894), su prosa se torna a veces tan clara y cristalina que es como si, a través del paisaje, Stevenson tratara de comprender el rostro de un dios en el que no creía, pero que había perseguido y que finalmente se le mostraba.

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Era un súbdito por partida doble: de la reina Victoria y de la Mycobacterium. La enfermedad lo condujo, como alma que lleva el diablo, hacia Poniente. El Imperio británico era una bandeja de plata: un objeto hermoso, robusto, caro y delicioso a la vista, pero de bordes oxidados y cortantes. En el océano Pacífico, en la infinita constelación de islas de la Polinesia, ignorante al principio de toda cuestión colonial, Stevenson tiene la oportunidad de presenciar cómo el borde de la bandeja hiere a su paso. Dedica un capítulo completo de En los mares del Sur a reflexionar sobre la mortalidad galopante que asola a los indígenas. Lo que los diezma es una verdadera plaga blanca. Stevenson sabe que asiste al ocaso de un universo en su mayor parte esquilmado o corrompido.

El habitante de las Marquesas ve aproximarse con espanto la no lejana extinción de su raza. La idea de la muerte permanece a su lado mientras come, y se levanta con él por la mañana; vive y respira a la sombra de esta amenaza insoportable, y está tan acostumbrado a esta aprensión que recibe su llegada con alivio.

Avanza en pos del sol. Las islas Marquesas, las Pomotú, las islas de la Sociedad, Hawai, las Marshall, las Gilbert, Nuevas Hébridas, Nueva Caledonia. Cruza el Pacífico en tres embarcaciones diferentes y en todas direcciones. Finalmente compra varios acres de tierra en la isla de Upolu, en Samoa, levanta una gran casa de madera, toma sirvientes, siembra los campos. Al lugar lo bautiza Vailima, que en samoano quiere decir ‘agua en la mano’. A veces cuenta historias a las gentes del lugar y es por eso que le llaman Tusitala (‘el contador de historias’), pero los samoanos no diferencian del todo bien ficción y realidad, así que algunos piensan que aquel extraño hombre blanco tiene, en algún rincón de la gran casa colonial, un diablo encerrado en una botella. En cierto modo no se equivocaban, porque el diablo, en efecto, llevaba varios lustros cosechando en sus pulmones, y respecto a la botella…, en fin, como buen británico, Stevenson era un alcohólico tan educado como irredento.

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Pocas semanas antes de su muerte escribe a un amigo:

Durante catorce años no he conocido un solo día de salud. Me he despertado enfermo y me he ido a la cama agotado; y siempre he hecho mi trabajo. He escrito en la cama y he escrito fuera de ella, he escrito con hemorragias, he escrito en la enfermedad, he escrito desgarrado por la tos, he escrito mientras mi cabeza nadaba en la debilidad; y solo después de mucho tiempo parece que he ganado la apuesta y me he recuperado. Ahora me encuentro mejor, y a decir verdad lo he estado desde que llegué al Pacífico, pero incluso ahora son pocos los días en los que no siento algún malestar. Y la batalla continúa.

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Hay que insistir: una luz que cae en masa sobre el mar y sobre la cabeza del escocés como un alud de nieve. Stevenson no recorre la Polinesia, comulga. Su descripción del atolón de Fakarava quizás no dista mucho del Paraíso que describe Dante, o de la minuciosa semblanza de una catedral gótica o de un diamante vivo extraído de un planeta remoto.

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Un estudio ha demostrado que, al microscopio, la Mycobacterium es autofluorescente, así que, en cierto modo, además de arrasar sin piedad, la Reina transforma los pulmones en un cielo estrellado.

Una noche de luna llena, en que dormir parecía una vergüenza, me entretuve hasta pasada la medianoche vagando por la arena, bajo la sombra de las palmas que se balanceaban. Mientras andaba, estaba enfrascado tocando el caramillo. Los abanicos de los cocoteros rumoreaban sobre mi cabeza con un tintineo metálico.

En la isla de Apemama, como huésped de honor en la corte del Rey Tembinok, Stevenson sabe que ha entrado por su propio pie en el reino de las Mil y una noches.

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Un delgado hilo une Treasure Island (La isla del Tesoro, 1883), la más célebre de todas sus novelas, con The ebb-tide (La resaca, 1894), la última que publicó en vida y una obra poco conocida. Dos piezas que, siendo antagónicas, se iluminan mutuamente. En 1881, en la triste Escocia, Stevenson escribe las desventuras de un muchacho de quince años entre piratas que buscan un tesoro. Confesó más tarde que la escritura habia acontecido con toda ligereza, como quien traza un dibujo en la arena, y en efecto Stevenson dibujó sobre un papel el mapa de una isla cuya geografía fue inventando al tiempo que la poblaba de personajes. Y quizás porque ya había enviado muchos manuscritos al cajón, levantó aquella vez un mecanismo narrativo muy preciso y equilibrado. Situó la novela en un pasado no muy lejano, y cubrió un itinerario en el que el bien y el mal giran de continuo en torno al protagonista. Es una novela de formación y es un buen libro para los jóvenes porque, aunque Long John Silver baile sobre el borde de la navaja (y es por esa brillante maldad que lo recordamos), el edificio es, como en las novelas de Verne, moralmente impecable. Sin embargo, ese escritor en ciernes de 1881 aún no conoce el Pacífico. No ha tocado los bordes de la bandeja de plata. Y así, ocurre que también en La resaca hay un tesoro, una isla, un barco, ladrones, aventura e infortunio, pero Stevenson sitúa la narración en su propio tiempo y en el mundo que ahora habita, y plantea un discurso moral mucho más complejo y ambiguo. Cuando el mar se retira deja al descubierto lo que no estaba a la vista, lo que no quiere para sí, la escoria. La resaca ilustra un proceso de desintegración moral bajo el peso de la codicia, la penuria, la intolerancia y la supremacía colonial. Observada junto a los grandes los éxitos de Stevenson suele parecer una novela extraña y errática. Muestra mejor su perfil y su sentido si la acercamos a la literatura con la que sí guarda algún parentesco, como Heart of darkness (El corazón de las tinieblas, 1899), de Conrad.

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Hay varias fotografías de Stevenson en Vailima. En una de ellas aparece sentado en un camastro, en pijama. Una sábana le cubre las rodillas que, flexionadas, hacen de atril para una partitura. Toca un instrumento de viento que los anglosajones llaman flageolet (quizás nosotros podemos llamarlo dulzaina; quizás algún traductor lo ha llamado caramillo). En todo caso tiene la lengüeta sujeta entre los labios y los dedos bien dispuestos sobre la madera, y lee, atento, la música escrita. No sabe que va a morir dentro de pocas semanas. La imagen es plácida y pensamos: así se las pasaba Stevenson en Vailima, tocando el caramillo como un sátiro, con el tesoro debajo de la cama. Puede que esté tocando, por ejemplo, How sweet in the woodlands, una vieja tonada inglesa. Le apasionaban los bosques. Sabemos que en los últimos años añoró Escocia. Y puede que la lengüeta esté manchada de sangre, porque los pulmones que están empujando el aire hasta la caña son ya un desierto: el Imperio del Diablo y de la Reina.

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Una larga enfermedad pulmonar venció a Thomas Bernhard a la edad de 58 años. A Bolaño, que falleció con cincuenta, le traicionó el hígado. En una entrevista publicada cinco días después de su muerte, el chileno afirmaba: «El ser humano está condenado de antemano a la derrota, a la derrota sin apelaciones, pero hay que salir y dar la pelea y darla». El cuerpo debilitado de Stevenson no pudo superar una hemorragia cerebral a los cuarenta y cuatro años. El ataque llegó mientras hablaba con su mujer y descorchaba una botella de vino.

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rage, rage against the dying of the light.
Dylan Thomas

No dio lo mejor de su obra en sus versos, es verdad. Él mismo debía de saberlo bien y por eso la mayor parte de sus poemas no se publicaron hasta mucho después de su muerte. En esos poemas, felizmente desprovisto de lector, Stevenson habla como en ninguna otra parte de sí mismo: del deseo, de la culpabilidad, del miedo, de la muerte. Puede que en comparación con aquel poema de Dylan Thomas citado hasta la saciedad (Do not go gentle into that good night), los versos que siguen sean, con justicia, menos célebres, pero el galés escribe acerca de la rabia, y Stevenson, con menos ruido y con más autoridad, nos habla de algo más lento, más largo, más grave, más hermoso.

(…)
Leave not, my soul, the unfoughten field, nor leave
Thy debts dishonoured, nor thy place desert
Without due service rendered. For thy life,
Up, spirit, and defend that fort of clay,
Thy body, now beleaguered; whether soon
Or late she fall; whether to-day thy friends
Bewail thee dead, or, after years, a man
Grown old in honour and the friend or peace.
Contend, my soul, for moments and for hours;
Each is with service pregnant; each reclaimed
Is as a kingdom conquered, where to reign.
(…)

(No dejes, alma mía, sin luchar el campo, ni dejes / sin saldar tus deudas, ni tu puesto desierto / sin haber prestado el debido servicio. Por tu vida, / arriba, espíritu, y defiende ese fuerte de arcilla, / tu cuerpo, ahora asediado; aunque vaya a caer / después o antes; tanto si tus amigos hoy mismo / te lloran muerto, cuanto si es dentro de años, como a hombre / con honra llegado a viejo y de la paz amigo. / Combate, alma mía, por las horas y los instantes; / cada uno está preñado de servicio; cada uno rescatado / es como un reino conquistado donde merece reinarse).

(Traducción de Javier Marías)

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How sweet in the woodlands

Mata mua (II)

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