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«Sin duda, hay en mí demasiado norte para que jamás llegue a ser el hombre de la plena adhesión». Así abre André Breton sus Prolegómenos a un tercer manifiesto surrealista o no (1942). Donde dice «adhesión» se ha de leer ideología o sistema de pensamiento, y donde dice «norte» hay que entender convicciones personales. A despecho de un mundo que de nuevo se desgarraba por la guerra, y como el monstruo de Mary Shelley, en 1942 el cabeza en jefe del surrealismo caminaba hacia el norte en busca de su dios: una idea de la revolución que comportaba «naturales fortificaciones de granito y bruma». La absoluta determinación y la rigidez de unos principios estéticos o morales inamovibles son armas de doble filo: pueden dar ese tipo de sustento que levanta las obras maestras, o bien pueden, por el enrarecimiento que le es propio a la autosuficiencia, engendrar una catástrofe neurótica. Desde luego no era menor el polo magnético al que estaba sometido el pianista canadiense Glenn Gould (1932-1982). Su breve y deslucida trayectoria como compositor no resta brillo a un conjunto de registros discográficos que a menudo fueron recibidos como lo que, en principio, no eran o no debían ser: creaciones. Para unos fue un intérprete inspirado y genial como solo él podía serlo; para otros tan solo un maníaco recalcitrante, hipocondríaco o despótico. Bruno Monsaingeon aseguraba haber experimentado una especie de trance religioso al escuchar por primera vez a Gould. Se trataba de las Invenciones de Bach: «Era la primera vez que una grabación me proporcionaba con tanta intensidad el sentimiento vertiginoso de que su autor me hablaba a mí directamente (…) no creo haberme sentido esa tarde menos inflamado que Blaise Pascal durante su noche de fuego: «¡¡¡Alegría, alegría, lágrimas de alegría!!!»». Se pueden rastrear testimonios similares entre cientos o miles de oyentes de todo el mundo, aunque tampoco faltaron nunca los detractores. La crítica le hizo pedazos más de una vez, y un reconocido pianista abandonó uno de sus conciertos rezongando un «¡no puedo quedarme aquí parado mientras destrozan a Bach!». Ni mucho ni poco ni suficiente ni demasiado: Glenn Gould albergaba todo el norte. Para bien o para mal su espíritu marcaba una línea recta que le empujaba al vuelo o al naufragio.

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Su genialidad apenas me interesa. Es decir, su brillantez o su enorme capacidad, porque no hay tal cosa, y si la hubo no fue lo que solemos imaginar. Hubo, habrá otros pianistas mucho mejor dotados, mucho más brillantes, mucho más perfectos. Su talento musical no se puede contrastar como no se puede hacer tal cosa con un paisaje alpino o volcánico, como todo lo que es sin remedio. En Glenn Gould no había esfuerzo. Era una fuerza desatada y, como tal, lo único que le asistía era su completa inadecuación a la normalidad. Estaba repleto de defectos, todos ellos terribles, insoportables. Y no podía ser de otro modo porque, literalmente, Glenn no podía ser de otro modo. Tomaba asiento a una altura inadecuada, subía y bajaba los codos con movimientos extrañamente cómicos, su tronco se balanceaba ostentosamente en círculos muy abiertos, hacía extrañas muecas con la cara y dirigía la música con cualquier mano que le quedara libre, a veces hasta el punto de llegar a distraer a toda la orquesta a la que acompañaba. Hacia los dieciocho años, atribulado por las críticas que recibía desde todos los frentes, trató de reducir —ya que eliminarlos era impensable— la plétora de tics de los que era presa mientras tocaba. A las dos semanas claudicó en el intento. Percibió con claridad que, cuanto más se esforzaba por aminorar las respuestas físicas no conscientes, tanto más empeoraba su concentración y su ejecución. Lo más grave es que canturreaba la música mientras la tocaba. Pulsaba la primera nota y comenzaba a tararear, ya estuviera en el salón de su casa o en el Carnegie Hall frente a un auditorio repleto. Glenn Gould tocaba el piano como quien se da una ducha caliente. «Soy así, o me aceptan o nada». ¿Es eso el talento? La música le aislaba de cualquier cosa que le rodeara. Era presa de un rapto que, en las mejores ocasiones, el propio pianista definía como un éxtasis. Apenas se percataba del público en los conciertos y de hecho hacía todo lo posible para no percibir su presencia. Odiaba al público. Odiaba los conciertos. Veía en ellos una actividad competitiva y perversa que inducía a los intérpretes a inercias que desvirtuaban la música. Opinaba que el auténtico disfrute solo podía darse en la intimidad.

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Las rarezas de Gould podrían llenar un extenso catálogo, pero es aún más asombroso el modo en que fueron toleradas. ¿Existe un segmento de oyentes más exigente que el de los aficionados a la música clásica? Los técnicos de sonido se las ingeniaron una y otra vez para bloquear los tarareos del pianista de manera que no resultaran del todo evidentes en las grabaciones finales. Con todo, se oyen. ¿A qué clase de trayectoria profesional podía aspirar un pianista que no podía evitar canturrear como un demente al tocar el piano? La rotundidad y la belleza de sus interpretaciones acallaba todo lo demás. Con Gould, lo que entendemos por intérprete adquiere un sentido diferente, un grado más complejo. No hacía interpretaciones al uso o, para ser más exactos, puede decirse que lo que hacía era, precisamente, desproveerse voluntariamente del uso y de lo acostumbrado para ofrecer una lectura tan personal que podía ser recibida como una genialidad o como una desviación intolerable. El trabajo comenzaba con la lectura de la partitura. Una memoria visual prodigiosa le permitía retener en un tiempo muy breve todas las notas de piezas considerablemente largas. Luego desmenuzaba la arquitectura musical. Le fascinaban los rompecabezas y por eso adoraba el contrapunto barroco y las rigurosas estructuras del dodecafonismo. Esa comprensión de las diferentes voces y su mutua interrelación le permitía articular, desarmar y volver a armar con enorme libertad la materia musical sin romper su coherencia. Para Gould, estructura y emoción, fondo y forma no eran objetos disociables sino indisolublemente integrados. La belleza de sus grabaciones reside en que cada nota era ejecutada, no exactamente en el lugar o con la intensidad y el tempo correctos, sino en relación asombrosamente coordinada con el resto de las notas que formaban la pieza, de principio a fin. El resultado es un conjunto de visiones completamente nuevas sobre viejas piezas del repertorio. Sus características pulsaciones (muy nítidas) y sus fraseos (extremadamente caprichosos) generaban una dicción tan clara y transparente que siguen ofreciendo al oyente la ilusión de que esas piezas se vuelven inteligibles, incluso para aquellos que no saben leer música o que sienten una escasa inclinación hacia el repertorio clásico.

En su cerebro y en sus manos (y por supuesto en ambos lugares y exactamente al mismo tiempo) la partitura se tornaba maleable como debe serlo la masa de la orquesta para una buena batuta. Acometía la interpretación como un ejercicio de composición y, en este sentido, el terreno de juego ideal lo ofrecía J. S. Bach, cuyas partituras con frecuencia carecen de indicaciones de carácter y cuya riqueza estructural literalmente hechizaba a Gould. En las sesiones de grabación de El clave bien temperado, en las Toccatas o en las célebres Variaciones Goldberg, Glenn era capaz de realizar, con la facilidad más desarmante y sin muestras de cansancio, hasta diez, quince o más de veinte tomas de un mismo movimiento. Ejecutaba la misma fuga o el mismo preludio una y otra vez, jugaba con ello como un perro con una pelota, instigaba, tensaba, ponía a prueba, subía, bajaba, aceleraba y ralentizaba. Las notas eran invariablemente las mismas, pero el aliento de la pieza se tornaba en cada ocasión más o menos brillante, más juguetón o más grave. Absurdo sería decir que la música de Bach estaba hecha para Gould, pero qué duda cabe de que Gould estaba hecho para la materia de Bach. El contrapunto le invitaba a ponderar las voces de tal modo que hacía surgir escenas y diálogos totalmente inesperados. Era como un alpinista obstinado, no tanto en llegar a la cumbre como en conocer y agotar todas las caras del pico. El punto de llegada era el mismo, pero podía cubrir el trayecto ejecutando opciones prácticamente infinitas. Variaciones de variaciones.

Admitía que, de una hora de trabajo duro, en el mejor de los casos tan solo obtenía unos pocos minutos de grabación definitiva. A veces incluso menos. Con frecuencia pasaba mucho más tiempo escuchando y cribando sus propias tentativas que tocándolas. Solo al final del todo atacaba la versión definitiva de la pieza, pero ya no se molestaba siquiera en rozar el teclado: como un Víctor Frankenstein o como un director de cine en plena fase de montaje, operaba directamente sobre las bobinas, de tal manera que no es que que la grabación de, por ejemplo, uno de los dos libros del Clave bien temperado sea el resultado de innumerables sesiones de trabajo (a veces incluso sobre pianos y en estudios de grabación diferentes), es que se mostraba absolutamente convencido del valor estético y de la pertinencia moral de armar un solo movimiento cortando y pegando fragmentos extraídos de cada una de esas diez, quince o veinte ejecuciones diferentes de una única pieza. Escogía aquellas secciones que, por pura obstinación, o incluso por mero azar, había identificado como una ejecución satisfactoria. Los segmentos tienen a veces la duración de unos pocos segundos, y mientras los técnicos de sonido llegaron alguna vez a renunciar a la tarea alegando sentirse por completo sobrepasados y agotados, Glenn discernía, mandaba cortar y empalmar, y escuchaba una y otra vez, una y otra vez, pletórico al sentir que estaba fijando una ejecución tan perfecta que ni siquiera él mismo hubiera sido capaz de repetirla del mismo modo.

Es un sistema de trabajo que sigue sembrando discusión entre los profesionales, pero incluso desprovistas de la operatividad y la precisión que proporcionó más tarde la tecnología digital, sus grabaciones no muestran fallas. La coherencia y la belleza se imponen.

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Tal vez ahora pueda comprenderse por qué en abril de 1964 dio su último concierto. Tenía 32 años y una más que prometedora trayectoria como intérprete por delante. Prefirió retirarse a una modesta cabaña junto al lago Simcoe. Daba largos paseos a pie y navegaba muy lejos con su lancha. Leía a Thoreau, a Kafka, a Soseki, a Thomas Mann y a Marshall McLuhan. Pensaba que la industria discográfica y el rápido desarrollo de la tecnología acabarían muy pronto con toda la actividad concertística. Se equivocaba y tenía toda la razón. Apuntaba al norte.

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Canadá es uno de los países con mayor superficie del mundo. Por eso, y porque abraza el Polo Norte, es también uno de los menos densamente poblados. El frío y la nieve se apoderan de un paisaje que responde al envite inclinándose, dejándose cubrir. Basta observarlo en un buen mapa físico: llanuras salpicadas por enormes extensiones de agua, como si algo hubiera estallado; tierras que parecen abrirse, esponjarse amorosamente hacia los hielos del norte. La pintora Agnes Martin, nacida en Macklin, Saskatchewan, recordaba que la finca en la que pasó su infancia ofrecía un paisaje tan sumamente plano que «podía ver la curvatura de la tierra». Hace falta una gran porción de cielo abierto —y otra tanta de silencio— para imaginar cosa semejante. Sobre las enormes extensiones de nieve desolada, bajo los cielos plomizos y anubarrados, con las manos eternamente envueltas en gruesos guantes, Glenn Gould era feliz. Esa geografía inhóspita, dispersa e inacabable, era el medio perfecto para la eclosión de la radiofonía. Gould creció escuchando la radio y la adoraba, de modo que, en cuanto la CBC le brindó la oportunidad, se aventuró en el medio. En 1967 puso en pie, tras casi un año de trabajo, una emisión titulada The idea of north (La idea del norte). El material de partida eran las notas de un viaje en tren que había hecho, atravesando Canadá, dos años antes, pero no utilizó su música, ni sus propios textos más allá de unas palabras de presentación. Concebido, según sus palabras, como un ejercicio de «radio contrapuntística», organizó el programa mezclando las voces de cuatro personajes reales que hablaban acerca de su experiencia personal en el norte del país: Marianne Schroeder, una enfermera que había prestado servicios en una pequeña comunidad inuit en la isla de Southampton; Frank Vallee, sociólogo y autor de monografías sobre las comunidades esquimales; Robert Phillips, funcionario del Estado, y James Lotz, geógrafo y antropólogo. A modo de epílogo Gould introdujo también la voz de Wally McClean, un topógrafo jubilado que había trabajado para la red de ferrocarriles en Manitoba. El traqueteo del tren ponía a la pieza una nota pedal, y el tono más bien académico de Vallee y Lotz se contrapunteaba con los testimonios, mucho más anclados en lo cotidiano, de Schroeder o McClean. Gould los había entrevistado por separado acerca de su adaptación al paisaje y a las gentes, pero haciendo aflorar, también, cuáles habían sido sus dificultades personales en lo tocante al aislamiento y la soledad. El relativo éxito del programa dio lugar a otras dos entregas: The latecomers (Los últimos en llegar, 1969), acerca de ciertos reductos pesqueros en la costa de Terranova, y The Quiet in the land (Los mansos de la tierra, 1977), centrado en varias comunidades menonitas instaladas en los alrededores de Winnipeg y Waterloo. Las tres piezas daban forma a una Trilogía de la soledad, y Gould afirmó que, a pesar de su naturaleza documental, eran obras autobiográficas: de un modo indirecto se interrogaba acerca del aislamiento que se había impuesto en su particular sistema de vida. Era un solitario incurable.

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Hay unas imágenes, calculo que filmadas en torno a 1980, en las que Andrei Tarkovski aparece tumbado bajo un árbol, en mitad de un bosque, junto al lecho de un riachuelo, y una voz en off le pregunta si tiene algún consejo para los jóvenes. «Lo único que me gustaría decirles —responde— es que aprendan a vivir en soledad, a encontrarse solos consigo mismos más a menudo. Buscar el contacto únicamente para no sentirse solo no es un buen síntoma, me parece. Creo que todos deberíamos aprender, desde pequeños, a estar solos, y esto no quiere decir ser solitarios, sino más bien ser capaz de no aburrirnos con nosotros mismos porque, desde un punto de vista moral, un hombre que se aburre en soledad es un hombre en peligro». Consciente o no de ello, el cineasta parafraseaba a Pascal cuando afirma que «toda la desdicha de los hombres viene de una sola cosa, que es el no saber permanecer en reposo en una habitación». En Elogio de la nada (1990) Bobin nos dice que «la soledad está en nosotros como un filo, profundamente hundido en las carnes. No nos la podrían sacar sin matarnos de inmediato». Ya fuera en la cabaña del lago, a la manera de Thoreau, o en el ático en el que residió en Toronto durante sus últimos diez o quince años, Glenn Gould vivía radicalmente solo. Rebajaba ese aislamiento con largas conversaciones telefónicas en las que solía monologar sin piedad, o bien con las intensas jornadas en la CBC o en el estudio de grabación, donde trabajaba hasta la madrugada, siempre entre bromas con sus técnicos favoritos. Nunca tuvo una pareja estable. Se sabe que hacia 1969 tuvo su relación más larga: se trataba de una mujer casada y con hijos que se marchó de Nueva York para vivir en Toronto con el pianista. La relación duró alrededor de dos años y finalmente ella regresó con su marido. Nada en la trayectoria profesional de Gould parece delatar ningún tipo de crisis anímica. Fraguó un puñado de amigos inquebrantables, pero a los cuales marcaba siempre unos límites muy rígidos. Jamás hablaba de sus sentimientos o de sus problemas. Menos aún del sexo. Kevin Bazzana, uno de sus principales biógrafos, sostiene que era, por educación y por inclinación personal, «el último puritano». Siempre llevaba consigo un maletín repleto de fármacos que se administraba a placer, convencido de estar aquejado de enfermedades indefinibles. Es muy posible que su temprana muerte estuviera agravada por la ingesta inadecuada de somníferos y de los medicamentos para la hipertensión que, efectivamente, padecía.
 
«Ignoro totalmente —escribe Cioran— por qué hay que hacer algo en esta vida, por qué debemos tener amigos y aspiraciones, esperanzas y sueños. ¿No sería mil veces preferible retirarse del mundo, lejos de todo lo que engendra su tumulto y sus complicaciones?». A pesar de su vocacional soledad, Glenn Gould no hubiera suscrito estas palabras. Su retiro del mundo constituía su propio modo de entregarse al mundo. Vivía entregado al trabajo y fraguaba proyectos sin parar, siempre ilusionado con alguna nueva idea. De haber conocido algo como internet se habría vuelto, literalmente, loco. Falleció con cincuenta años recién cumplidos en un momento en que ya había grabado toda la música de Bach posible. Todo indica que tenía en mente abandonar la interpretación y adentrarse, por fin, en la dirección orquestal. Su muerte nos libró de esa última catástrofe.
 

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Le gustaban los animales, el contrapunto, la nieve, Barbra Streisand, los somníferos, el teléfono, las galletas de arrurruz, la luz eléctrica, las lanchas, el dodecafonismo, los trenes, los niños, Ernst Krenek, los coches enormes, Petula Clark, la calefacción y la radio. Detestaba las fiestas. Solía hacer una sola comida al día, casi siempre en algún restaurante de confianza. No ventilaba su casa. Solía comprar ropa cara, pero no sabía vestirse con corrección. Guardaba obsesivamente todas sus notas y grabaciones caseras. Siempre llevaba abrigo, guantes y bufanda, incluso en pleno verano. Antes de cada concierto o grabación metía, sin falta, las manos en agua caliente, hasta el codo. A lo largo de toda su trayectoria como concertista o como músico de estudio utilizó para sentarse al piano una sola silla de madera que le había fabricado su padre en 1953. Era plegable y estrafalariamente baja. Viajaba con ella a todas partes. Tenía unos tornillos regulables en cada pata, lo que le permitía ajustar con total precisión la altura sobre cualquier pavimento. La parte almohadillada del asiento se fue deteriorando con los años y su dueño parecía no reparar en ello del mismo modo que parecía no reparar en otra cosa que no fuera la música. En fotografías y en los reportajes que solía rodar la televisión canadiense puede verse que, ya a mediados de los años setenta, no quedaba en la silla absolutamente nada de lo que pudo ser un asiento normal. Solo quedaba la estructura. La pura estructura. Glenn apoyaba el coxis directamente sobre un único travesaño de madera, lo que debía resultarle tremendamente incómodo, pero era su silla y no podía usar otra. Ni siquiera es fácil sentir lástima: en las sesiones de grabación de las segundas Variaciones Goldberg, filmadas por Bruno Monsaingeon en 1981, Gould toca a Bach tan sumamente feliz, tan ausente y tan solo como lo había estado siempre. Recto, todo recto hacia el norte.

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Goldberg Variations (1981)

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Die Musik und der Schnee

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La fotografía de Glenn Gould es de Yousuf Karsh.