Strange fruit

Strange fruit w.

En 1633 se publicó en París una carpeta con dieciocho estampas titulada Les misères et les malheurs de la guerre (Las miserias y las desgracias de la guerra). Entre esos grabados, y andado el tiempo, una escena en particular tendrá mayor fortuna que el resto. Se la conoce como La pendaison (El ahorcamiento) o L´arbre aux pendus (El árbol de los ahorcados), y digo escena porque su autor, Jacques Callot —dibujante resuelto, lorenés de nacimiento que seguramente presenció algún episodio de la guerra de los Treinta Años— elaboró esas imágenes como quien compone la escenografía de una de aquellas obras de teatro de mucho aparato a las que había asistido en Roma o en Florencia. El formato está fuertemente apaisado y, como suele ser habitual en sus composiciones, las figuras son bastante pequeñas. Un gran árbol, en el centro y sobre un leve promontorio, deja paso a una amplia vista. A lo lejos pueden verse tiendas de campaña y batallones en formación. A un lado del árbol unos generales juegan a los dados; al otro, varios frailes dan las últimas bendiciones a los que van a morir. Un cuerpo está a punto de ser suspendido con la ayuda de una escalera, y de las ramas cuelgan ya no menos de veinte hombres, como harapos negros. Tendemos, debido quizás a la mediación de Goya, a encontrar en la estampa un tono de denuncia, pero el texto al pie de la imagen sentencia otra cosa: «Al final, estos ladrones infames y perdidos, como frutos desafortunados que cuelgan de este árbol, demuestran que el crimen (progenie horrible y negra) es en sí mismo un instrumento de vergüenza y venganza, y que es el destino de los hombres viciosos sentir tarde o temprano la justicia del Cielo». Fruits malhereux, dice el texto. Desgraciados, desdichados frutos.

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Entre otras cosas, las naciones se definen por el modo en que practican la barbarie. La guillotina pertenece, como la barricada, al ilustre patrimonio de Francia; Goya (que probablemente conoció las estampas de Callot) puso en imágenes, para desgracia y reconvención de España, la lucha a garrotazos y el garrote vil; así, a los Estados Unidos de América les pertenece, por derecho propio, la excelencia en el arte del linchamiento. Es como una fiebre que embarga al cuerpo tras el cierre en falso de una herida. Eclosionó tras la Guerra Civil y su mitigación fue escandalosamente lenta. Tan populares fueron los linchamientos de negros que se tornó en algo habitual el fotografiarlos para su difusión en la prensa o en postales comerciales. Federico García Lorca compró algunas de esas fotografías durante su estancia en Nueva York, a finales de los años veinte. La Biblioteca del Congreso de Washington custodia una fotografía estereoscópica que atestigua el linchamiento de un hombre negro llamado Frank McManus el 28 de abril de 1882. El visor adecuado permitió a aquellos que compraban la fotografía observarla con el mismo grado de detalle, con el mismo placer alucinatorio con el que podían contemplarse las pirámides de Egipto, la fachada de Nôtre Dame en París o el Parlamento de Londres.

El improbable nexo entre una estampa francesa del siglo XVII y una fotografía de finales del XIX daría pie a una digresión en torno a eso que Aby Warburg, Walter Benjamin y Didi-Hubermann han denominado supervivencia de las imágenes. Sabemos que el árbol del ahorcado se retrotrae, como tema iconográfico y literario, hasta el medievo, y sin embargo, si algo remanece aquí, en todo caso y sin duda, es la barbarie. El odio entre los hombres es una constante y el ingenio es grande, pero sus formas materiales son limitadas. Ahora bien, tanto en la estampa como en la fotografía de 1882, los ahorcados ocupan un segundo plano destinado a establecer una cierta dialéctica con el resto de las figuras. En la fotografía el protagonista es ya la masa: un cuerpo unánime hecho de muchos cuerpos, muchas cabezas y muchos ojos. El ahorcado comparece —claro está— sin voluntad, pero el gentío mira de frente a la cámara. Hombres dignos como el que descansa tras un trabajo bien hecho. Obreros, comerciantes, amas de casa o respetables asalariados que ejercen su propia ley al cobijo de la supremacía racial. Irónico por innecesario o por gratuito, un solo detalle de misericordia o de civismo subsiste en el encuadre: McManus conserva sobre la cabeza el sombrero hongo. Es lo único que le separa de la alimaña.

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El 7 de agosto de 1930 se produjo en Marion, Indiana, el linchamiento de Thomas Shipp y Abram Smith. Nadie detuvo el tumulto. Varios agentes de la policía incluso colaboraron en la ejecución. Cuando, tras ser izado, Smith intentó zafarse de la soga, lo bajaron, le rompieron los dos brazos y lo volvieron a izar para el ahorcamiento. Un fotógrafo capturó la escena algunas horas después. En la fotografía es ya de noche. El flash ilumina dos cuerpos exánimes bajo el árbol y más abajo comparece un variopinto grupo de blancos. Un señor con bigote, como escapado de una gran pintura histórica o mitológica, mira directamente a la cámara y señala con el dedo los despojos. La fotografía se reprodujo en miles de copias que circularon por todo el país. En Nueva York, Abel Meeropol, profesor de secundaria y militante comunista, dio con una de esas copias varios años después y se obsesionó con la imagen. La indignación le condujo a escribir un poema que se publicó, bajo pseudónimo, en una gaceta local en 1937. El poema se titulaba Bitter fruit (Fruta amarga).

Southern trees bear a strange fruit,
  Los árboles sureños dan una extraña fruta,
Blood on the leaves and blood at the root,
  Sangre en las hojas y sangre en las raíces,
Black bodies swinging in the Southern breeze,
  Cuerpos negros que balancea la brisa del Sur,
Strange fruit hanging from the poplar trees.
  Fruta extraña que pende de los álamos.
Pastoral scene of the gallant South,
  Bucólica escena del Sur más gallardo,
The bulging eyes and the twisted mouth,
  Los ojos saltones y una mueca en la boca,
Scent of magnolia sweet and fresh,
  Aroma de magnolia dulce y fresca,
And the sudden smell of burning flesh!
  ¡Y el repentino olor de la carne quemada!
Here is a fruit for the crows to pluck,
  He aquí una fruta para que los cuervos la arranquen,
For the rain to gather, for the wind to suck,
  Presa de la lluvia, juguete del viento,
For the sun to rot, for a tree to drop,
  Para que el sol la pudra, para que caiga del árbol,
Here is a strange and bitter crop.
  He aquí una extraña y amarga cosecha.

Satisfecho del resultado, y quizás deseoso de ampliar su difusión, Meeropol musicó el poema. Su mujer, Laura Duncan, interpretó varias veces la canción en público. El tema comenzó a cundir en las reuniones de izquierda y en 1939 alguno entre los varios managers que rodeaban a Billie Holiday le propuso que la cantara. Sea cierto o no, la cantante cuenta en su autobiografía (Lady Sings the blues, 1956) que se sintió fascinada por la letra y que comenzó inmediatamente a trabajar junto a uno de sus músicos habituales para dar con un buen arreglo. Solo cuando se hizo patente que la canción, tal como ella la interpretaba, producía un rotundo golpe de efecto en sus conciertos, el sello Commodore accedió a grabarla con una elegante introducción de trompeta y piano. No hay estribillo. No hay nada pegadizo en el ritmo ni en la melodía, y el sentido de los versos es tan irónico como siniestro: la canción tenía todas las bazas para esfumarse sin pena ni gloria, pero se transformó en un hito. Los instrumentos y la voz operan con un tono lúgubre que progresa sin apenas modulación, generando una tensión que aumenta hasta la pausa dramática de la última palabra del último verso. Holiday arrastraba esa última palabra (crop, cosecha) como quien arroja, al mismo tiempo, un lamento o una imprecación. De hecho, raramente la cantaba en los estados del Sur. En una ocasión la persiguieron hasta la salida de un local solo porque había intentado cantarla. Durante varios años solo se atrevía con ella si se la pedían con insistencia, pero acabó por cantarla prácticamente en cada concierto, entre otras cosas porque era el mejor modo de zanjar la petición de bises. No se podía cantar nada más después de aquello.

Ezra Pound dijo que el poeta actúa «como una antena de la raza», y sin embargo, muy poco hubieran caminado los versos de Meeropol de no haber quedado injertados en la voz de Billie Holiday. Alguien se atrevió a sugerir que una mujer como ella, que apenas había pisado la escuela, era incapaz de comprender la supuesta sutileza de aquellos versos, y puede que así fuera en un primer momento, pero más bien ocurre que todo —los trabajos de criada, el reformatorio, la prostitución, las giras extenuantes, la segregación racial que sufrió en todas sus formas y grados, el alcohol, los insultos, la heroína, el acoso de la policía, las entradas y salidas de la cárcel e incluso la muerte de su propio padre— todo otorgaba a Billie, no ya el derecho a apropiarse de la canción, sino el poder de encarnarla y de blandirla como nadie. Holiday estableció con Strange fruit su relación más estrecha y duradera. Todas las grabaciones, en estudio o en directo, dan fe de ello. «Cantarla me afecta tanto que me deja sin fuerzas. Me pongo mala» decía en el libro que escribió o que no escribió jamás.

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Me ocurre algo con los cantantes de jazz y con los crooners en general. Apenas soporto la voz engolada de Frank Sinatra, pero adoro el escaso registro vocal de Fred Astaire. Nadie me daría la razón en esto, pero yo lo encuentro imbatible. Lo mismo me ocurre con Sarah Vaughan o Ella Fitzgerald: jamás diría de ellas que no son sino excelentes cantantes, y sin embargo prefiero, con mucho, el timbre y la manera de Billie. Y no es fácil precisar de qué se trata en realidad. No son los cambios que se detectan en su voz si uno sigue el trayecto que lleva desde las grabaciones de jazz facilón de 1933 (¡con dieciocho años!) hasta los ampulosos arreglos de su último álbum. Hay algo a la vez roto y fibroso en su garganta, algo como un alambre atravesando el latón o como un gozne mal engrasado. Nada de terciopelo. Nada de satén. Es una especie de bastardía. Algo irremediablemente nocturno e indispuesto. Una bocina lejana y solitaria, una especie de maullido que enronquece y que se arrastra de un modo completamente inimitable a pesar de tantos imitadores. Es cierto que lo recogió de Bessie Smith, pero lo llevó más lejos. También más adentro.

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De pequeño salía del colegio a las cinco y, después de merendar, me gustaba hacer las tareas escuchando jazz. Más allá de la radio, no disponía de otra música que los viejos casetes de mi padre o bien las cintas regrabadas de mi hermano mayor. Así que escuchaba muchas veces la banda sonora de Round Midnight, o bien, más a menudo, un puñado de canciones de Billie Holiday. Lo escuchaba a una edad en la que nadie en mi entorno escuchaba nada semejante. Unos años después, ya en la universidad, comencé a leer a Pere Gimferrer. Me fascinaban La muerte en Beverly Hills (1968) y Extraña fruta (1969). Leía y releía un poema titulado Homenaje a Juan Sebastián Bach al que seguía, maravillosa y chocante, una Canción para Billie Holiday. De no ser por una nota al pie, jamás habría sabido que el título del poemario (Extraña fruta) hacía alusión a una —al parecer celebérrima— canción de Holiday que yo no había oído jamás. ¿Cómo demonios sería aquella Strange fruit? No poder escucharla me fastidiaba de verdad. El azar quiso que tardara algunos años más antes de oírla por primera vez, provisto ya de una conexión a internet, y seguramente sin alcanzar a entender, tampoco entonces, gran cosa.

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CANCIÓN PARA BILLIE HOLIDAY

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Y la muerte
……………………………….nadie la oía
pero hablaba muy cerca del micrófono

Con careta antigás daba un beso a los niños

Lady Day las gaviotas heridas vuelven a la luz del puerto
Extraña fruta en el aire el crepúsculo se ausenta
Con una espada con un guante con una bola de cristal la pecera magnética la cueva del pasado
….el submarino bajo las mareas que fulgen
Lady Day cuánto amor en una juventud cuántos errores cuántas tardes hablando qué deseo
….qué eléctricos jazmines
cuántos cow-boys muertos como trovadores la sonrisa en los labios que se tiñen de sangre
los gritos en las calles las manifestaciones disueltas bajo el arco voltaico del poniente
….y los lóbregos edificios irreales
Lady Day el amor como una libélula
cazador de libélulas
Lady Day qué despacio nos viene la experiencia todo cobra un sentido se ordena como el paisaje en los ojos cuando recién despiertos corremos las persianas
o intentamos ordenar las palabras de un
………………………………poema
…………………………………………Lady Day
Animales heridos en el bosque nuestros ojos qué piden qué desean
qué desea esta voz en el viento de otoño un lebrel o su presa
….disueltos en la fría oscuridad del tiempo
escamoteados como naipes de una baraja los años de nuestra juventud
Con dos vueltas de llave cerraron la cocina
No nos dan mermelada ni pastel de cereza
ni el amor ni la muerte extraña fruta que deja un sabor ácido.

Extraña fruta y otros poemas (1969), Pere Gimferrer

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Strange fruit (1939)

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